Opinión

Bajo las estrellas

La vida me llenó siempre de oportunidades y circunstancias que me permitieron conocer personas de las que, en general, guardo gratos recuerdos. Algún día tengo que hacer un repaso de las que me ofrecieron sensaciones penosas que, supongo, también las habrá, y, ahora, en agosto, tendré tiempo para ello aunque he de confesar que mi modesto cerebro tiene determinadas virtudes. Una de ellas es la de archivar en un lugar ignoto las cosas feas que me hayan podido suceder, que las hay. ¡Ya lo creo que las hay! Pero se me olvidan y las ofensas inferidas quedan en un limbo –hoy diríamos en términos informáticos en una “nube”-, de difícil acceso.

Pero vayamos a lo que iba. Manuel Gutiérrez Aragón, escritor y guionista, pero más conocido por su faceta de director de cine, no es verdaderamente simpático, pero tampoco desagradable. Lo conocí cuando Camilo José adaptó para televisión en ocho capítulos El Quijote. Asistíamos a los rodajes para que mi marido puliese por aquí y por allá las aristas que pudiera observar en su perfeccionismo límite, si bien la profesionalidad de todo el equipo permitió que todo fuera fácil y razonable. Fernando Rey era el protagonista –hombre exquisito, cordial y caballeroso-; Alfredo Landa era Sancho panza, menos simpático o divertido de lo que pudiéramos imaginar. Iba a su bola y socializaba lo justo. José Luis López Vázquez, representándose a sí mismo; Manuel Aleixandre, que siempre me pareció anciano aun cuando no lo era; Enma Penella, mujerón ejerciendo de lo mismo; Teréle Pávez, a quien no le vi al natural la mala leche que siempre interpreta, y, finalmente, el guaperas de Máximo Valverde que en aquellos años mostraba todo su esplendor de seductor oficial.

No sé por qué me he ido por los cerros de Úbeda, cuando lo que yo quería era hablar de Gutiérrez Aragón y de una película suya que me dejó recuerdo cuando era tan jovencita como romántica, sobre todo por su título “La noche más hermosa”. Creo que no me equivoco si asumo que todos, en mayor o menor medida, hemos tenido nuestra noche más hermosa. Yo sí. Y muchas, porque las he propiciado. En la vida no puedes esperar a que te traigan la felicidad a casa: te la tienes que procurar. Lo mismo que el trabajo, los garbanzos y hasta la buena suerte. No soy partidaria de sentarme a la puerta de mi casa para ver el cadáver de mi enemigo porque, aunque suene un poco bestia, prefiero ir yo y liquidarlo sin perder tiempo.

En verano hay muchas noches hermosas, solo tenemos que tumbarnos panza arriba y mirar las estrellas que brillan en los cielos de España que, según aseguran, son los más bellos de Europa. Si además hay alguien al lado que te acaricia o te susurra suavemente al oído mejor que mejor, pero a estas alturas de la vida no podemos ya aspirar a ello. Todo el pescado está ya vendido y mejor nos imaginamos lo que nos gustaría oír, que es gratis y no hay que mendigarlo a nadie.

CODA. En esta posición de decúbito supino, y observando los astros y sus evoluciones, medito sobre una frase de Rojas Marcos: “Está demostrado que, cuando beneficias a otros, te beneficias”. Es cierto que echar una mano produce satisfacción pero también gusta que a uno se la echen, y no suele suceder.