Historia
Más que un error
Somos víctimas del juego suicida de potenciar, por cualquier motivo, la división entre los españoles, ya sea el uso del agua, las cuestiones de género, la historia, las matemáticas, etc
A nadie le gusta sufrir las consecuencias negativas derivadas de cualquier error, empezando por los propios, y más aún de los ajenos. Peor todavía si el error se repite con los mismos autores e idénticos afectados. No hablamos aquí de los fallos que simplemente evidencian la limitación de nuestras capacidades. Tampoco de los desaciertos cuyo análisis puede darnos la oportunidad de corregirlos y mejorar el conocimiento, en múltiples campos. Ciertamente, como decía Juan Benet, el error obliga a rehacer el camino y eso enseña muchas cosas. Aunque para aprenderlas es necesaria la decisión de superarlo; lo cual no siempre sucede. El error, en sí mismo, carece de operatividad positiva, más bien lo contrario, incluso aunque aceptáramos que la verdad es un error corregido, según escribía Bachelard.
La consideración social e individual del error, como parte de la naturaleza humana, varía a lo largo de la Historia. Las épocas de pensamiento sólido y creencias religiosas firmes, muestran escasa tolerancia al error. Mientras en periodos de relativismo, dudas y debilitamiento de la fe, como el actual, sucede lo contrario. Tal vez por eso, en los últimos años, proliferan las publicaciones en defensa del error, principalmente en forma de ensayos de fácil lectura y amplio eco (M. Cezam, K. Schulz, … ). Asumirlo se estima como un rasgo humano atractivo pues nunca es fácil aceptarlo. Hay un juego de palabras de Moliere ilustrativas al respecto: «Me enfurece equivocarme, cuando sé que tengo razón». Pero la simple aceptación apenas supone un ejercicio de atrición espiritual. En todo caso nos referiremos aquí, no al dominio de lo particular, sino a las decisiones equivocadas que acaban afectando trascendentalmente a nuestra sociedad.
En primer término, la percepción de que el error forma parte de la naturaleza humana, y la recomendación de asumirlo como algo útil, equiparado a la verdad, cuestionaría, por ejemplo, el papel de la ciencia. La dialéctica crítica, acerca de la verdad y el error, se ha sustentado en la debilidad de éste, en su condición reversible, o al menos superable. No obstante, a medida que hemos avanzado hacia el presente, la dimensión potencial de los errores y sus consecuencias, han crecido de modo exponencial. Una catástrofe atómica o en materia sanitaria, motivada por cualquier equivocación, aparejan el riesgo de no aportarnos la ocasión de aprender, pues podrían llevarnos a la aniquilación total del género humano.
En este apartado de errores materiales o espirituales determinantes –intelectuales, morales, éticos, jurídicos, económicos– estarían también los de tipo político, cuya dimensión puede resultar inasumible. La contumacia, en ocasiones, los convierte en peligrosamente decisivos. La Historia daría apoyo a la tesis del duque de Lèvis, según la cual los Estados, hasta los más fuertes, pueden soportar enormes abusos, pero los grandes errores los hacen perecer. Un riesgo que aumenta cuando los políticos no deberían figurar, por su méritos, entre los expertos de cualquier materia que, según Heisenberg, estarían obligados, al menos, a conocer algunos de los peores errores que se pueden cometer en su campo de actuación, y cómo evitarlos. Más bien han demostrado todo lo contrario.
Si comparamos la situación mundial de hace tres décadas con la presente, observaríamos que la «trinidad»: Estados Unidos, Japón y la Unión Europea (con dios padre habitando en Washington) que parecía destinada a gobernar el siglo XXI, sin oposición posible, está muy lejos de poder cumplir tales pronósticos. Se han cometido algunos errores fundamentales por los responsables de la otrora llamada civilización occidental. El último, pagado con la derrota ante los «bárbaros», en Afganistán, adquiere categoría de desastre histórico cuyas secuelas, a medio y largo plazo, apenas podemos imaginar.
En lo concerniente a España que, por primera vez en más de medio milenio, se había asomado con optimismo a un cambio de siglo, al concluir el Novecientos, las perspectivas actuales son mucho menos halagüeñas que entonces. Deberíamos reconocer que hemos tenido desaciertos importantes; el más grave la estrategia seguida respecto al nacionalismo secesionista, que es uno de esos grandes errores que hacen perecer a los estados. También la ausencia de una política exterior, jalonada por el fracaso en Iberoamérica, Estados Unidos, Marruecos y hasta en la Unión Europea. La pérdida de confianza en nosotros mismos está en la entraña de esta situación declinante, dentro y fuera del país.
Seguimos enfrascados en la batalla de la opinión, al margen de la razón cada vez menos libre, más abducida no por los alienígenas, sino por la comodidad imbécil y menos eficaz para combatir los errores. Somos víctimas del juego suicida de potenciar, por cualquier motivo, la división entre los españoles, ya sea el uso del agua, las cuestiones de género ( cuando no, de número y caso), las mayores ridiculeces y absurdos sobre el lenguaje, la historia, las matemáticas, etc. En cuanto a la agitación de los viejos fantasmas cainitas tendremos recursos inagotables, (cuando se acabe con el invento antifranquista) bastará seguir usando cualquier tiempo pasado de la misma forma torticera. Los errores políticos, son superables hasta que alcanzan el punto de no retorno; basta para ello que el país quiera borrarlos. ¿Lo haremos? ¿Acometeremos el desenmascaramiento de los engañabobos, siguiendo el consejo de Kafka? ¿O llegaremos a la atrofia irreversible? En este caso, más que de un error seríamos cómplices de un crimen.
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