Desastre meteorológico

Depredación

Ha llovido sin cesar durante toda la noche, y al amanecer el cauce que siempre conoció seco, vomita un agua plomiza con metralla de coches desnudos, muebles desvencijados y ramas

A Isabel le entró el agua en casa y se llevó su vida calle abajo. Apenas tuvo tiempo de gritar horrorizada ante el insoportable espectáculo de sus muebles y recuerdos navegando en desorden, sucumbiendo al paso de las aguas como si carecieran de peso y consistencia. Toda tu vida no vale nada en manos de una Naturaleza desencajada que arrastra hasta la memoria, que es lo único que nos queda cuando ya no nos queda nada. Lo conseguido, lo vivido, lo que soñamos y aún esperábamos se ahoga irremisiblemente ante nuestros ojos y nos deja desnudos, a merced del miedo, como niños en la oscuridad de una pesadilla.

Ha llovido sin cesar durante toda la noche, y al amanecer el cauce que siempre conoció seco, vomita un agua plomiza con metralla de coches desnudos, muebles desvencijados y ramas que bailan sin freno decididas a escapar de la corriente. En su descontrolado viaje sin retorno taponan el cauce al llegar al puente, y el agua lo rebasa furiosa, buscando salidas en todas direcciones, y toma la calle y empuja los muros y vuelve a tumbar y llevarse lo que encuentra a su paso. Los coches parecen de juguete sobre las aguas: sólo la firmeza de las piedras o el metal anclado detienen su carrera. Isabel siente la angustia de la derrota en una guerra que ni provocó ni esperaba. ¿Tendrán razón quienes dicen que esto pasa porque estamos cambiando el curso de la naturaleza? ¿Será este el filo visible de la emergencia climática?

No puede pensar más allá, no puede preguntarse nada que no sea qué va a pasar ahora, qué hará con su vida anegada, quién vendrá a socorrerla, cómo va a salir de todo esto.

Estas cosas siempre le pasan a otros, son historias que hasta hoy solo había visto en la tele.

Ayer mismo la Organización Meteorológica Mundial, que es la agencia de Naciones Unidas para el clima, contaba que en los últimos cincuenta años se había quintuplicado el número de desastres naturales. El mundo hiperconectado, tecnológicamente capaz de crear inteligencias cercanas a la humana, dotado de sistemas que calculan lo que va a pasar, que analizan nuestra mente y manejan nuestros gustos, tiene más dificultades para defenderse de su propia depredación que reparos en desplegarla. Somos seres inteligentes que perdimos hace tiempo la inteligencia de hacernos caso a nosotros mismos.

Quizá porque, como Isabel, no creemos que lo que sabemos que va a pasar nos vaya a pasar a nosotros.

Nos hemos construido una vida de autoengaño convencidos de que repetir muchas veces una mentira la priva de su carácter.

Porque lo más dramático de esta cadena de desastres que parecen dispuestos a quedarse entre nosotros, es que nadie puede decir que ignorábamos su inminencia. O al menos la posibilidad de que se presentaran.

Sostiene Yuval Noah Harari en su bestseller Sapiens que el hombre ha sido y sigue siendo el mayor depredador que jamás haya existido. La tecnología ha sido a menudo puesta al servicio de ese carácter destructor, y el tiempo presente no ha cambiado las cosas. Ni la conciencia, ni el conocimiento, ni la mayor precisión de las previsiones o las predicciones nos han alejado de esa senda que ya es autodestructiva.

Isabel no se detiene en esta evocación que le surge de improviso en medio del desastre del que se ha convertido en protagonista. Lleva tiempo pensándolo, intentando cobrar conciencia sobre nuestro camino hacia el abismo y extendiendo esa conciencia en todas las direcciones posibles.

Ahora está en el centro, se siente a la deriva y por un instante se contempla a sí misma, derrotada y sin fuerzas, como una metáfora carnal del desastre que se nos viene encima, del fin que nos estamos preparando a nosotros mismos como especie.

Escucha en ese momento voces fuera de su casa. Alguien pregunta si dentro queda alguna persona. Grita de inmediato que sí, que está ella, que se llama Isabel y el agua le ha robado todo. ¿Está usted bien?, le pregunta la voz decidida de un hombre joven. No, responde, tengo frío y mucho miedo. Se abre paso derribando una puerta a medio arrastrar un bombero que le tiende la mano. Isabel se aferra con fuerza y una inesperada y cálida ola de gratitud alivia por un instante todos sus dolores. El bombero tira de ella hasta sacarla de la casa y la lleva a una ambulancia que calle arriba atiende a otros dos vecinos.

¿Será también una señal? ¿Podremos pensar que pese a la barbarie todavía hay posibilidad de salvarse? Puede que esté equivocada, que todo esto no sea sino fruto de un ciclo natural. Quizá; hay gente muy sabia que así lo cree. Pero también que pocas veces en la Historia de la Humanidad se destruyó tanto en tan poco tiempo, se depredó con tanto ahínco y sin medida.

Ha dejado de llover cuando llega por fin su hermano Gabriel. Papá y mamá están bien. Lo hemos perdido todo, le responde. Estamos vivos le dice él.