Coronavirus

Es momento de echar a volar

La vida es un lugar complejo al que pretendo salir más pronto que tarde a abrazar, a besar, a compartir mi copa, a vivir y a dejar de vivir, si fuera necesario

Nunca cedí a la tentación de usar una mascarilla a la moda, de esas hechas de telas elegantes, ingeniosas o a juego con la camisa, ya saben. Siempre usé la mascarilla médica y fea a propósito, pues pretendía que no formara parte de mí, ni siquiera del conjunto de mi vestuario. Nunca me rendí a aceptarla como parte de mí mismo, ni de mi paisaje. A veces, empujado por mi tradicional despiste, la olvido en casa o en el coche y tengo que volver a por ella. Pese a la incomodidad que supone, me alegro de saber que dentro de mí sigo siendo el tipo que vivía con la cara al aire en cuanto, si la olvido de vez en cuando, significa que algún día la olvidaré para siempre.

Con incomodidad detecto en otros un acomodo en la excepción, una nostalgia de confinamiento y de hecatombe, un anhelo de tirano, de celebración de la flechita, la raya en el suelo, el toque de queda, la distancia interpersonal y el porcentaje de aforo en restaurantes. «¡El mundo será distinto!», se dicen, agoreros. Mira qué gracia. Hablo de una querencia a regirse por todas las medidas que tuvieron su sentido en su momento y que cada vez lo tienen menos, ahora que mata el covid lo que mata el cáncer y los infartos, ahora que se sabe que la inmunidad de grupo es un camelo, que la vacuna solo protege a uno (mucho es), ahora que sabemos que han crecido un 250% los intentos de suicidio -muchos de ellos ejecutados- y que los chavales que se tiraban a la bartola ahora se tiran los balcones, ahora el diván de los psiquiatras está más petado que los botellones, ahora que los pibes llevan amarrado en el codo el ancla de un tiempo que perdieron a jamais.

Vivir era un imperativo, pero ahora tenemos el deber de preguntarnos cuánta gente matará esta maldita soledad y si no es el momento de volver a la normalidad. No a la nueva normalidad, si no a la normalidad de siempre, un territorio en el que, pudiendo uno morirse de un ataque al corazón elige cuidarse más y otro, menos, y así, en libertad, vamos muriendo y viviendo. Me refiero a un país en el que la contaminación adelanta la muerte de más de 20.000 personas al año, en el que se bebe y se fuma, y en el que, llegando la Navidad, en las residencias de ancianos saben que las visitas de los nietos traerán la gripe y que un porcentaje de los residentes, morirá.

Es el momento de preguntarnos si, dado que la pandemia no se va a ir y se ha reducido la letalidad al nivel de otras enfermedades, un anciano de 85 años debe privarse de los abrazos de sus hijos y del calor de las caricias para perpetuar su vida; hasta cuándo y hasta dónde. Ese es el gran cálculo, la gran pregunta que debe hacerse nuestra sociedad, ahora que se sabe que la vacuna no evita la transmisión y que, se haga lo que se haga en España por evitar la variante -pongamos- murciana, llegarán las variantes de la otra mitad del mundo sin vacunar. La vida es un lugar complejo al que pretendo salir más pronto que tarde a abrazar, a besar, a compartir mi copa, a vivir y a dejar de vivir, si fuera necesario. La condición principal para morirse es estar vivo.

Mikel Laboa puso música a un poema de Joxean Harce que se titula en euskera «Txorian txori» (El pájaro, pájaro es) y que dice así: «Si le hubiera cortado las alas / No se habría escapado / Habría sido mío / Pero así no sería un pájaro / Y yo lo que amaba era el pájaro». Es momento de echar a volar.