Política

Ábalos y la virtud

Todo ha dado igual. Si ya no es útil no hay memoria. Y sin memoria no hay afecto

Confesaba esta semana el otrora todopoderoso José Luis Ábalos que desde su cese el pasado mes de julio no había vuelto a saber nada de Pedro Sánchez. Se lo arrancaban Pardo y López en la Sexta a trompicones y metiendo con solvente profesionalidad la cuchara donde parecía que había sustancia, porque el ex ministro se resistía. Pero a la pregunta de cuánto tiempo hacía que no hablaba con Sánchez no le quedó más remedio que terminar reconociendo que le vio el día de su cese, diez de julio, lo recordaba perfectamente, y desde entonces ni un telegrama, ni una llamada, ni un wasap, ni un miserable tuit interesándose por él.

Será el fin de la política el bien común, pero uno tiende a pensar que quienes la ejecutan no están precisamente entre los que Aristóteles consideraba portadores de la virtud, es decir, los que ejercitan el trato justo. Hay excepciones, naturalmente, pero se diría que el ejercicio del compromiso político requiere un armazón anímico tan poderoso como dotado para la depredación: antes morir que matar, antes sacrificar a los míos que perder posiciones. La justicia en el trato a compañeros, subordinados y, no digamos adversarios, aleja a cualquiera de la aristotélica idea de virtud. Se atribuye a Konrad Adenauer aquella sobadísima gradación de contrarios en enemigos, enemigos mortales y compañeros de partido.

Apenas habían transcurrido unas semanas de aquella impagable y entregada confesión de fe en el líder realizada por Iván Redondo en sede parlamentaria, cuando dijo que se tiraría por un barranco por Pedro Sánchez, cuando Pedro Sánchez procedía a empujarle al barranco con tan poca consideración que ni le citó entre los agradecimientos cuando cambió el gobierno. Aquel tipo que se le presentó en el Bellas Artes de Madrid y le prometió que le elevaría a lo más alto, cuando su partido acababa de echarle a la calle, dejó de serle útil allá arriba –mucha presión, mucho control, demasiada exhibición de poder y una nada discreta ambición de Redondo también ayudaron– y lo empujó allá donde él estaba decidido a sacrificarse por el jefe.

Lo mismo podría decirse del ministro Campo, mucho menos cercano, mucho más vulnerable, pero disciplinado, quizá a su pesar, en algo tan comprometido como los indultos. Se los preparó, se los justificó, se los tuvo que comer y al final, ni agradecer los servicios prestados.

Pero lo de Ábalos tiene algún otro elemento que lo hace más dramático, más inexplicable…más injusto y, por ende, más alejado de la virtud aristotélica. José Luis –hasta el 10 de julio, luego ni Ábalos– es socialista pata negra, ha estado con Sánchez desde el principio de sus tiempos malos, contribuyendo con su sudor a que tornaran en mejores y comiéndose algún que otro marrón político como el teatrillo aquel de Barajas y la venezolana. Eso que se sepa. Hay quien ha valorado siempre su capacidad de aconsejar y su constante tender puentes dentro del partido entre Sánchez y quienes no eran tan afines.

Todo ha dado igual. Si ya no es útil no hay memoria. Y sin memoria no hay afecto. Nada me une en lo personal al señor Ábalos, pero no puedo dejar de solidarizarme con quien probablemente sabía que el olvido del amigo poderoso podría ser su destino, pero trabajó como si eso jamás fuera a suceder.