Literatura

Muerte de un poeta

Pronto quedó claro que su escritura, de aliento rotundo, caminaría a su aire

Qué solos se quedan los muertos, no digamos ya si fueron poetas. En España, en Madrid, ha muerto Antonio Martínez Sarrión. Tenía 82 años, pelo de senador romano interpretado por Charles Laughton y mirada doliente. Fundía en su probeta el viento castellano y los culteranismos, la efervescencia pop y el canto sosegado del arponero que sobrevivió a la guerra. En su escritura Dreyer bailaba con Rilke, bajo un cielo que primero tuvo los colores picantes del LSD y más tarde un golpe sentimental e irónico. La Pelona lo reclutó después de un infarto. Vivía recluido, hastiado de la tripuda medianía de los saraos culturales. También hay quien dice que lo retiró su mala vista. Como Blind Willie Johnson, que tocaba gospel al rojo, llegó a la ceguera sin perder la música. Su escritura bullía desangrada, a mitad de camino del Mediterráneo y la meseta, de los fulgores nocturnos y los placeres más sobrios. Había nacido en Albacete, como Benjamín Palencia, Ángel Antonio Herrera y Fernando Alfaro (Surfin Bichos, Chucho). Algunos lo recordarán por sus apariciones donde el gran José Luis Garci. Bien está: poeta y memorialista, pero también, o precisamente, amante del cine y la música, de la sala oscura donde lloran ecos de celuloide y de los vocablos navajeros, como de pistola surreal y magnética, que traía cosido el rock and roll de Bob Dylan. Cercano a Gil de Biedma, uno de sus maestros, pronto quedó claro que su escritura, de aliento rotundo, caminaría a su aire. Lo mismo galopaba los cromados salvajes de los beatniks que buceaba en aguas gongorinas. Fue uno de los Novísimos. Aquella supernova que llegó para dinamitar los dinteles del realismo social. Cuando las reducciones generacionales y temáticas todavía tenían sentido. O sea, antes de que los trogloditas que odian el canon acusaran a Bach de pálido y a Neruda de mala persona. Su poesía atravesó tres épocas esenciales. Fue de lo personal a lo grupal, de lo íntimo y concreto a los fuegos rojos del sesentayochismo y la nouvelle vague. En las últimas décadas había amarrado su barco, que no admitía otro patrón, en la cala de una literatura airada y noble. Sus volúmenes memorialísticos dan la temperatura de varias Españas sucesivas, de la posguerra a la modernidad. Le escribo esta necrológica en el teléfono, con Ariel, mi hijo de un año, en brazos. Tiene fiebre y yo he de rematar la columna. Nunca conocí al hombre. No le estreché la mano. No estaba en España cuando presentó sus últimos libros. Tampoco lo frecuenté en las viejas cabalgadas nocturnas, cuando era obligación de los poetas beberse la ciudad y sus lunas de whisky. Pero disfruté siendo un niño con sus apariciones en Qué grande es el cine y leí sus libros. Me hubiera gustado preguntarle por Dylan. Pero sé que no hay compañía más cercana que la del libro cómplice ni mejor escritor que el que te ahorra el espectáculo, generalmente triste, de ponerle piel y voz a la tinta que amaste. Fue un gozo leerlo. Y ahora que Ariel duerme lo acuno con sus versos.