Sociedad

El ruido del progreso

Me cuentan que en Estados Unidos numerosas comunidades de vecinos han declarado ya al soplahojas objeto «non grato»

Esta mañana me ha sobresaltado M., el jardinero de la urbanización. Equipado con su uniforme verde-amarillo, unas orejeras, un sombrero de paja y un artilugio metálico a la espalda, manejaba un tubo con el que iba ahuyentando y amontonando las hojas caídas. El maldito invento se llama soplahojas. Hace un ruido espantoso, que eriza los nervios del más templado y, por si fuera poco, contamina el aire de la calle. Por lo visto, es el ruido del progreso.

M., el jardinero, no tiene la culpa, hace lo que le mandan. Seguramente se siente feliz con el juguete, instrumento municipal y progresista, lo mismo que con el otro invento chirriante, casi tan abominable, con el que recorta los orillos. Se libra así del pesado trabajo del conservador rastrillo de siempre. He observado cómo revoloteaban las hojas con el soplido infernal como si se resistieran a abandonar el césped y la calle en lo que parecía un intento de protesta vegetal, tan inútil como esta protesta mía de ahora. Por lo demás, estoy convencido de que el lugar natural de las hojas caídas es el suelo. Me cuentan que en Estados Unidos numerosas comunidades de vecinos han declarado ya al soplahojas objeto “non grato”.

Uno de los inconvenientes de la vida de la ciudad, aunque se viva en la periferia como yo, comparándola con la del campo, es el ruido. Esa es la diferencia. La primera señal característica de la cultura urbana, por llamarla de alguna manera, es justamente el ruido. ¡El ruido del progreso!, dicen. Como constata Kundera, hasta la música se convirtió en ruido en el siglo XX. Lo inquietante es que este ruido del progreso, que viene de la ciudad, está alcanzando ya hasta la última aldea. Pronto sofocará el canto de los pájaros, el toque de las campanas, los cencerros y el balido de las ovejas, la cuerna del cabrero, la corneta del alguacil y el bullicio de los niños en el recreo. Hay aún silencios verdes, o acaso grises o de cobre y rosa, cuando uno se echa al monte estas tardes de otoño pisando las hojas secas de la vereda, antes de que llegue arrasadoramente al pueblo el ruido de ese progreso. Falta poco, sin ir más lejos, para que el ruido sordo de gigantescos aerogeneradores, mucho más funestos que los soplahojas, se apodere de mis Tierras Altas de Soria. Y hasta los pájaros huirán.