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Pretender que el mastín que cuida ganado en el monte tenga que recibir la visita del pastor todos los días es no saber lo que es el monte, ni el ganado, ni el pastor

Mi perro Zen celebra los despertares como si no hubiera un ayer, como si pasaran siglos desde que nos vimos la noche anterior. Su saludo matinal es efusivo, apasionado, una desordenada y arrolladora explosión de cariño. Lúa es más discreta. Es un perro singular, nervioso y vivaz, patrimonio de Jerez y objeto de los elogios de Raúl del Pozo, en su alsiniano «Viva el vino», puesto que es un ratonero andaluz de esos que se encargan de vigilar las bodegas. Aristocracia canina, vamos. Zen es más de campo: una suerte de braco cazador y atleta. Sin ellos mi vida sería menos completa. Con ellos participo de la fiesta inmaculada del cariño que no espera sino atención. Los perros, dice Pérez Reverte, son una lealtad en busca de causa.

Ahora el Gobierno quiere legislar su bienestar. Y no me parece mal propósito. Tiene entre manos un proyecto de ley que ha sometido a pública consideración, sin ahorrarse algunos filos inquietantes o que evidencian no conocer demasiado todos los ecosistemas en los que nos relacionamos con animales domésticos (a mi tampoco me gusta llamarles mascotas, que es como si fueran cosas que se mueven y hacen gracia). Si lo someten a discusión o público debate será porque no son sino propuestas: nada aún firme, definitivo. Espero.

Porque, de entrada, lo de los cursillos para tener perros me recuerda los prematrimoniales que se exigían para casarse hace años. Unos cursos sobre relación de pareja impartidos por sacerdotes célibes, que obviamente ni sabían de sexo –más allá de una pecaminosa autoayuda, el que cayera– ni tenían la más remota idea de la convivencia en pareja. Pero no importaba, puesto que la almendra del asunto era imponer determinados códigos de conducta, una moral concreta sobre la que operar todo lo demás. Aquí podemos encontrarnos ante lo mismo. Porque, salvo que impartan los cursos mis amigos Eli o Santi de «Más que Guau» que saben de perros, los conocen, aman y tratan como lo que son –casi humanos, pero perros al fin–, es posible que en esos cursos más que a vivir con los canes nos enseñen a caminar por la vía de la moral animalista y supuestamente humanizadora de unos seres que, para bien o para mal, no son como nosotros. Pueden ser nuestra familia, y nuestro soporte –ahí están los perros guía– pero no son hijos, hermanos ni padres nuestros. Son seres que aman, sienten y se organizan, pero dependen de sus dueños, y su motor es el instinto de supervivencia. Y hablando de los guías, cualquier día los prohíben por considerar maltrato su entrenamiento y explotación su trabajo.

Dejo para otro día lo de la protección de colonias de gatos que diezman o esquilman las aves urbanas, porque es un viejo asunto de disputa entre animalistas y conservacionistas que ya me cansa. Pero también está presente y arderá de nuevo la polémica.

Con todo, lo más desalentador de este proyecto que quizá nazca de alguien bienintencionado, es que parece haberse pensado en un pisito o despacho del centro de Madrid o una capital de provincia, completamente a espaldas del mundo rural. En realidad, casi todos los principios del animalismo parten de presupuestos ideológicos o de almas cándidas más urbanas que el kilómetro cero.

Es un despropósito prohibir o limitar la presencia de animales en concentraciones humanas como fiestas o romerías. Como es legislar un imposible, pretender que un perro no pueda quedar solo más de 24 horas. Es evidente que dejar a un animal en una terraza, o un piso, solo y con la inevitable sensación –todos la sienten– de que será para siempre, es de una crueldad intolerable. Pero pretender que el mastín que cuida ganado en el monte tenga que recibir la visita del pastor todos los días es no saber lo que es el monte, ni el ganado, ni el pastor. Tampoco está claro cómo se va a regular la caza ni qué disposiciones ordenarán el trabajo canino en las batidas.

Zen y Lúa me miran ahora mismo con la expresión de quien espera algo más que la mirada devuelta. Me están pidiendo ya que les saque a la calle, en esa impagable interpretación de desolación gestual que dominan como nadie. Lo voy a hacer. No sin antes compadecerme de que los derechos de estos seres que tanto me importan, con quien tanto tenemos, vayan a quedar en manos de concienciudos antiespecistas de esos que te dicen que cómo le pones esos hierros a las pezuñas del caballo (me ha pasado y le expliqué sin mucho éxito lo que son y la utilidad de las herraduras) o barren de un plumazo de ignorante simpleza el profundo poso cultural de la fiesta de los toros con la vergonzosa complicidad política de un partido capaz de decir a la vez que es cultura y no lo es con tal de permanecer anclado al poder. Pero eso es ya otra historia. O no. Yo me voy a dar un paseo con Zen y Lúa. Buen fin de semana.