España
Los muertos también somos nosotros
Su tumba resultó pequeña y frágil. Una nadería. Casi como si quisiera esconderse de los curiosos como yo
Hoy transitamos por ese paradójico día del año en el que nuestros cementerios se llenan de vida. Empujados por el calendario arrinconamos por unas horas nuestros miedos, vergüenzas y olvidos para acicalar las pocas tumbas que recordamos de nuestros seres queridos. La costumbre, empero, se va perdiendo. Las nuevas generaciones solo se familiarizan con la muerte a través de sus pantallas y no ya en velatorios o entierros. De hecho, cada vez enterramos menos. Llevados por nuestro horror al tránsito -otro signo de la imparable infantilización de esta sociedad-, preferimos reducir a cenizas a nuestros muertos, poniéndole las cosas cada vez más difíciles a la memoria. Y es que no es lo mismo mirar un álbum de fotos que sentarse junto a la tumba de alguien que te importa. Lo primero te devuelve a instantes que flotan en la memoria; lo otro, el sepulcro, te enfrenta a lo que de verdad somos.
No es esta, lo confieso, una jornada que me guste demasiado. Como visitante habitual de camposantos, observo con suspicacia el trajín de los vivos. Supongo que es algo que arrastro desde aquella tarde en la que, al salir del colegio, decidí abandonar mi ruta habitual y trepar por la enorme escalinata de ladrillo que veía todos los días camino a casa. Tendría diez u once años. Ese día mis amigos se habían quedado rezagados así que, solo, remonté de dos en dos aquellos escalones para explorar qué había al final de la cuesta. Entonces lo vi: señoreando la ciudad de Teruel, como si fuera la cima de una pirámide enterrada por el tiempo, aguardaba un cementerio áspero y silencioso. La cancela estaba abierta. Por un momento lo sentí solo mío. Y curioso, decidí asomarme a su interior. Lo que me impactó no fueron las largas filas de nichos, geométricamente ordenados. Tampoco las estatuas de ángeles y cristos devoradas por el moho. Lo turbador de verdad fue empezar a leer apellidos sobre piedra que me resultaban familiares. Gascón. Muñoz. Garzarán. Romero. Por un momento creí que estaban pasando la lista de mi clase. Sánchez. Abad. Jiménez. Polo. ¡No faltaba ni uno!
Me senté en un poyo de cemento junto a la avenida principal para recuperar el aliento. A esa edad es difícil asumir la muerte. En Aragón apenas tenemos cuentos como el de la Santa Compaña gallega, «danzas macabras» al estilo de la de Verges, en Gerona, ni tampoco estantiguas o procesiones de La Güestia donde los difuntos «salen» de sus tumbas para recordarnos con tenacidad nuestro destino. Los miedos populares de mi infancia –si es que puedo llamarlos así– tenían que ver más con el diablo o con las brujas. Goya, con la mirada siempre vuelta hacia su tierra, dio buena cuenta de ellos. Quizá por eso aquella visita al cementerio no me dejó horror sino curiosidad.
Recuerdo que volví una y otra vez por ahí antes de acabar el curso. La puerta nunca estaba cerrada y mis escapadas, breves, no dejaban una cicatriz visible en mis horarios. Los paseos entre tumbas siempre fueron solitarios, sublimes. Me imaginaba vidas enteras solo contemplando los pequeños retratos de los enterrados. Más tarde, al crecer, me di cuenta que las ciudades de los muertos son los verdaderos archivos emocionales de nuestra especie. Poco a poco los fui convirtiendo en fuente de inspiración literaria.
En Amiens, por ejemplo, me maravillé dos días seguidos ante la tumba de Julio Verne. El autor de «Veinte mil leguas de viaje submarino» diseñó a conciencia su propio mausoleo: un autorretrato en mármol que se deja ver rompiendo su propia lápida y extendiendo un brazo al cielo. «Hacia la inmortalidad y la eterna juventud», pidió que esculpieran como epitafio. No le hicieron caso. Más tarde, en Alejandría, busqué la tumba perdida de Alejandro en su destartalado cementerio latino. Me maravilló contemplar el monumento de alabastro, fino y colosal, que algunos egiptólogos dicen que cobijó el cuerpo embalsamado del conquistador. También guardo memoria del pequeño cementerio de Garganta la Olla, en Cáceres, donde busqué el nicho de un vecino que en 1917 dijo haberse tropezado con un «espanto» con cuerpo de mujer y patas de cabra. O el de Riverside, en Kentucky, jardín de césped impecable y coqueta capilla de ladrillo, donde rastreé durante horas la tumba de Edgar Cayce. Aquel hombre, fallecido al término de la Segunda Guerra Mundial, fue capaz de diagnosticar enfermedades mientras dormitaba en su sofá y hasta describir acontecimientos del remoto pasado o del incierto futuro como si fuera un viajero del tiempo. Su tumba resultó pequeña y frágil. Una nadería. Casi como si quisiera esconderse de los curiosos como yo.
Con todo, la visita macabra que más cicatriz me ha dejado se produjo hace años en el cementerio de Rennes-les-Baines, en los pirineos franceses. Necesitaba entonces de un pseudónimo con el que publicar algunos textos de viaje, y ya tenía uno listo: François Albert. Lo construí con mi primer nombre de pila en francés y mi segundo apellido. Pero cuando ya estaba seguro de ello y había terminado el primero de mis –o «sus», depende– artículos, me detuve casi sin querer frente a una tumba… ¡con un «François Albert» grabado en letras de bronce!
Palidecí. Aquel día, en mi enésima visita a un cementerio cualquiera, me di cuenta de que los muertos también somos nosotros.
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