Cádiz
El último que apague la luz
Cádiz se considera la ciudad más antigua de Occidente y también la crisis más antigua, pues lleva tres mil años muriéndose de risa y de hambre
No arde París; eso que arde es Cádiz. Asisto con preocupación a las noticias sobre las protestas de los trabajadores del metal en la Tacita de Plata. En la foto, «compañeros del metal» encienden una bengala en las manifestaciones que han tenido lugar estos días en la ciudad del Sur. Sobre la llamarada rosa del artefacto se recorta la figura de uno de ellos, un perfil entre la aflicción y la incertidumbre y un estar en este mundo esperando algo que no llega, las manos en los bolsillos, la cabeza gacha y los hombros avanzados en un interrogante. En Cádiz arde una barricada desde los tiempos de los fenicios. Hablamos de una suerte de fuego eterno en el que se consume una crisis milenaria, una llama olímpica pero al revés. Cádiz se considera la ciudad más antigua de Occidente y también la crisis más antigua, pues lleva tres mil años muriéndose de risa y de hambre, y esto es posible gracias a un «know how» sobre la alegría por el que todo son sonrisas aunque, de vez en cuando, un tipo camina junto a una bengala y se pregunta en ese preciso instante qué va a ser de él y de todos nosotros.
Cádiz, novia del mar y de la desesperación, lleva una cruz en lo alto que algunos hicimos nuestra, porque después de siglos de abandono y de pobreza, si uno no alcanza a entender a un gaditano que apila neumáticos en el Puente de Carranza, es que no es capaz de entender nada. Cádiz constituye un universo sincrético por el cuál la risa y el llanto quedan superpuestos el uno sobre el otro en un todo que se alcanza o no se alcanza a concebir, pero si se alcanza, ya nunca se abandona. Así es como un tipo del Boulevard de San Sebastián como el que escribe estas líneas en una urbanización al noroeste de Madrid de casas con chimenea donde todo son niños y cachorros de golden retriever, es capaz de comprender al alcalde de la ciudad que toma el megáfono y corea las consignas de la manifestación que la víspera hacía arder las calles de esa ciudad. Pues cuando uno nace en Rotterdam hijo de un soldador de La Viña como José Manuel González «Kichi», entiende ciertas cosas sobre un mundo en el que la Fe y la desesperanza son una misma cosa y siendo algunos aspectos de su gestión una calamidad, cuando en Podemos cargan contra la construcción en los Astilleros de Cádiz de unas fragatas para la armada de algún horrible país, el alcalde se planta ante su partido porque antes está el pan de su gente. A ese tío, un respeto, se dice uno, aunque después entiende que está llamando a vandalizar su propia ciudad, que la pelea se da a cuenta de una subida de sueldo de poco más del dos por ciento y que el convenio del metal en Cádiz es el más alto de España después de el de Navarra y esto hace a la provincia aún menos competitiva.
En las gradas el teatro romano de Cádiz tras los muros del Campo del Sur, se conserva una pintada contra el fundador de Gades que dice: «Balbo, ladrón». Eran otras cosas, además. Al actor que hizo de él en la obra de teatro sobre su vida lo mandó matar. La tradición levantisca y acomodaticia a partes iguales del gaditano constituyen el secreto de la vida. En el término medio está el genio que han representado el Beni, Quiñones o el Selu, poetas del principio y el fin del mundo. En los tiempos de la reconversión naval, sobre el cartel que señala que uno está abandonando la ciudad alguien escribió: «El último que apague la luz».
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