ETA

¿Y dónde están ahora?

Bildu no es ETA, pero seguirá siendo quien albergue a los asesinos en su alma política mientras no condene lo que hicieron ni sume su esfuerzo a aclarar los crímenes pendientes

Irene Villa abraza a su madre con la luz poderosa de una alegría que la cámara conservará para siempre. Mes y medio antes, el 17 de octubre de 1991, un coche bomba dejó a ambas malheridas. Irene tenía 12 años y creyó que su madre había muerto. La sonrisa de la niña en el reencuentro se le tatúa en el alma al espectador. Ha perdido las piernas, parte de una mano y en su rostro todavía hay huellas de la metralla ardiente, pero es feliz porque por fin se abraza a su madre. Debajo, la cuna de un bebé sembrada de cascotes sugiere al espectador perfiles de un horror que no se atreve a imaginar. Ahí dormía hasta que ETA atentó contra la casa cuartel de Lekumberri, en Navarra, en octubre de 1983, la pequeña Ana Belén, hija de uno de los guardias. Se salvó de milagro. Quizá no tuvo tanta suerte la joven que en una grabación del 11 de marzo de 2004 llama por teléfono a otra persona y le comunica, nerviosa, asustada, en estado de shock, que ha estallado una bomba en la estación de atocha. En ese momento se escucha otra explosión y la línea se corta.

Fotografías, documentos, imágenes, alguna recreación sobrecogedora como la del zulo de tortura de Ortega Lara, documentos, fichas, objetos personales, el solitario paraguas de Lacalle, planos, las huellas del terror que ha dejado casi 1.500 muertos en España, constituyen el tesoro de la memoria que conserva desde hace poco más de seis meses el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo en pleno centro de Vitoria. Hace algunas semanas, una delegación de parlamentarios europeos que visitó el Museo, se confesó ante los medios de comunicación tan sobrecogida como cualquier persona que recorra ese lugar de verdad y dignidad. Allí tomaron conciencia de la necesidad de «construir la memoria colectiva de las víctimas» y exigir que se investiguen los crímenes aún no resueltos aunque hayan prescrito, porque ese final aliviará el dolor de las víctimas.

Ángel tenía 17 años cuando ETA mató a su padre en 1981. Nunca se perdonó no haberle acompañado a las fiestas del pueblo aquella tarde: quizá podría haber evitado que un terrorista le pegara un tiro en la nuca. Jamás se detuvo al asesino. El suyo es uno de los más de 300 crímenes sin aclarar en el sangriento historial de ETA. A su padre lo mataron los polimilis, la banda en la que militaba Arnaldo Otegi, secuestrador condenado. Cuando poco después los de ETA pm dejaron de matar, parece que se echó tierra sobre sus crímenes. Tanta, como para que ahora aquel terrorista pueda presentarse como hombre de paz. Y hasta líder con posibilidades de sentarse en el gobierno vasco.

Hace poco le tuvo que explicar a su hija de cuatro años qué había pasado con «el abuelito», por qué nunca le había conocido. Lo mataron unos hombres malos, le contó a la niña. Tras unos segundos le preguntó: ¿y dónde están ellos ahora? La misma pregunta que le había hecho años antes su hijo a Ana Iribar, viuda del líder del PP vasco Gregorio Ordónez, asesinado en un restaurante del centro de San Sebastián el 25 de enero de 1995: ¿y dónde están ahora los que lo mataron? Ana tuvo más suerte que Ángel, porque le pudo contar que Valentín Lasarte y el resto del comando estaban en prisión.

Entre las historias que se cuentan en ese lugar de memoria y reconocimiento a las víctimas, hay retratos afilados en los que la víctima lo es doblemente, como los familiares del ex político asesinado en un pueblo de Navarra que años después tuvieron que digerir que los asesinos fueran nombrados hijos predilectos. Del mismo modo que aún tienen que tragar con los recibimientos a los asesinos cuando regresan a casa tras cumplir condena. Que veremos si de verdad se detienen.

Son malos tiempos para las víctimas.

En su nombre se hacen patéticas representaciones teatrales en las que quienes participaron o apoyaron la acción del terror incluso en los años más duros, aseguran sentir solidaridad y entender el dolor de los que quedaron vivos pero rotos -reza una de las frases que se graban al visitante en el Museo, «los días pasan, la vida no sigue»- y con rostro compungido piden que se mire hacia adelante para construir una nueva convivencia. Malos tiempos porque incluso quienes sufrieron amenazas y tuvieron que gestionar el dolor parecen hoy empeñados en reescribir aquello como si pudiera avanzarse por encima de la memoria. Malos tiempos porque a la pregunta de «dónde están ahora», las víctimas bien pudieran mirar al hemiciclo del Congreso y decirse a sí mismos o a quien interroga, «ahí, en el corazón de esos que ves tratando de cambiar el relato».

Bildu no es ETA, pero seguirá siendo quien albergue a los asesinos en su alma política mientras no condene lo que hicieron ni sume su esfuerzo a aclarar los crímenes pendientes. Se trata de respetar la verdad y preservar la memoria.

Entre otras cosas porque sólo desde ella es posible el perdón.