Familia
«Nunca olvidarás ese olor»
Pertenece a una cadena de hombres y de mujeres que se pierde en la luz de los tiempos, un grupo de gentes que la quisieron aún sin conocerla
Sucedió en el momento de desglasar el asado de Nochebuena, justo ese instante en que el chorro de wiski tocaba el metal caliente y elevaba su nube fragante sobre la bandeja del horno. Macarena entró en la cocina, pasó por detrás de mí, se detuvo un momento y dijo: «Huele muy bien eso». Le pedí que se acercara un poco más a los fuegos, que se detuviera, que cerrara los ojos, que inspirara así inclinada sobre los ingredientes del guiso y que sintiera el olor de la carne, de la verdura, de la mostaza, la pimienta en sus debidas proporciones y la manera en la que llegaban hasta ella los efluvios del alcohol evaporándose. «¿Sabes? –le dije–. Nunca olvidarás este olor».
Me sonrió y se fue a seguir con lo suyo, que imaginé sería recortar de papelillos para escribir los nombres de los comensales en la mesa o alguna otra manualidad descabellada, o imaginar juegos nuevos para sus primos que estaban a punto de llegar, o siquiera ir de aquí para allá murmurando la letanía nerviosa de los niños en vísperas de las grandes fiestas. Caminaba hacia el salón, deshaciéndose de los retales de los olores de la comida y el calor del fuego que aún la acompañarían unos metros, y se iba aparentemente ajena al absoluto que acaba de vivir.
Pues por un momento y ante el fuego de aquel asado, el que cocinaba era su abuelo, el Lito del que habla como si se hubieran conocido, como si no se hubiera ido del mundo veinticuatro años antes de que ella naciera. Pues cuando la niña se asomaba sobre el hervor de la salsa del asado, de pronto, no sé cómo, estaba allí mi padre casi retirándole el mechón de oro de delante de los ojos, casi pasándole mi mano por encima de su hombro y diciéndole al oído con mi voz: «Nunca olvidarás ese olor», que es lo que yo le estaba diciendo.
Algún día, cuando la haya alcanzado el largo galope del tiempo y acaso sienta que ya no es la que era, cuando le aterre haberse extraviado en el espacio abierto de la existencia, cuando haya visto lo suficiente como para sentir el vértigo de no saber quién es, cuando haya caminado tanto como para sentirse perdida o sola, digo, un día olerá esa salsa y recordará quién es y de dónde viene. De quiénes viene. Porque sabrá que podría haber nacido en otra familia que no tendría por qué ser peor que la suya, ni quererla menos, un hogar con otras costumbres propias de otras culturas, otras comidas, otras fechas que celebrar, otras oraciones y otros dioses a los que encomendarse ante la dimensión inalcanzable de un mundo tan bello y a la vez tan terrible, pero vino al mundo en esta familia, que es la suya y la nuestra. Un día, dentro de no mucho –le parecerá que hoy era ayer–, será su hijo el que pase por la cocina antes de la cena de Nochebuena y le diga que «Jo, mamá, qué bien huele esa salsa» y entonces, habrá entendido que pertenece a una cadena de hombres y de mujeres que se pierde en la luz de los tiempos, un grupo de gentes que la quisieron aún sin conocerla, un linaje de personas que no fueron ni mucho menos perfectos, pero cuya memoria tiene el deber de respetar y de honrar, pues está en el mundo gracias a ellos, inocente, hermosa y feliz antes de la cena de Nochebuena.
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