Navidad

¿Adónde van las cartas a los Reyes?

Su campanario es el único de toda la ciudad que no luce un crucifijo en la punta. En su lugar, rutilante y hermosa, brilla una estrella de acero atornillada a la torre

Sí, lo sé. Lo mío no es normal. Quienes me leen saben que nunca fui un niño que se conformara con las explicaciones de los adultos. Cuando llegaban estas fechas y me presionaban para que redactara de una vez la carta a los Reyes, solía preguntarles adónde exactamente iban a enviar mi lista de deseos. Ellos, sorprendidos, se limitaban a encogerse de hombros. «¿Exactamente?», sonreían. El correo postal de los ochenta era desesperante y, en mi lógica, si una carta entre Teruel y Barcelona tardaba una semana, ¿cómo iba a llegar a tiempo la mía «a Oriente»? ¿Y dónde estaba eso en el mapa? Mi padre, que era cartero y sabía de lo suyo, juraba que no tenía de qué preocuparme. Pero yo, claro, temblaba.

A aquel desvelo le debo, sin duda, mi actual interés por el paradero de Sus Majestades. Hace unos días me acerqué a la basílica milanesa de San Eustorgio para volver a examinar la que fue su primera tumba en Europa. Sí. La de los Magos, porque en realidad lo de Reyes no es título que figure en los Evangelios ni que deba aplicárseles. Se cree que los cuerpos de tres de ellos –la Biblia, por cierto, tampoco da su número– descansaron en Milán entre los siglos IV y XII, hasta que Federico I Barbarroja los robó en 1164 y se los llevó a Colonia.

Una leyenda dice que fue Santa Elena, madre del emperador Constantino y patrona de los arqueólogos, la que los encontró en Jerusalén para confiárselos a Eustorgio, un arzobispo del norte de Italia. Resulta extraño que durante ochocientos años la presencia de esos restos en la capital de los Visconti no dejara marca alguna en los registros, pero a partir del siglo XII –el de las cruzadas, aunque también el tiempo en el que reliquias de toda clase se convirtieron en centro de atención y de conflictos– ocuparon un lugar axial en las preocupaciones de los milaneses.

Armado con la linterna del móvil me asomo al oscuro edículo que los contuvo. No veo mas que polvo. El relicario es ahora una olvidada estructura de forma basilical sobre la que aún puede leerse, en latín, «sepulchrum trium magorum». Nada queda de las filacterias «tocadas» con sus cuerpos que se repartían como remedio infalible contra el dolor de cabeza. Ni tampoco ni rastro de la babucha que algunos cronistas afirman que se guardó a su vera. En el siglo XII fue uno de estos, el abad normando Roberto de Torigny, el que llegó a decir que los tres arribaron intactos a Milán, incluidos piel y cabellos, dejándose ver como otros tantos varones de 15, 30 y 60 años; perfecta síntesis de las tres edades del hombre, por cierto.

Pese a que nada allí lo indique, nuestra fiesta de Reyes nació justo en esa vieja parroquia. Quizá atravesó los Pirineos junto al románico lombardo, traída por artistas que reprodujeron una y otra vez la adoración de los Magos en tímpanos de claustros como el de la catedral de Jaca, o en santuarios de una corona de Aragón que entonces estaba fundándose y a la que le venía de perlas una iconografía que vinculara lo divino y lo regio. Y a buen seguro inspiró también nuestras modernas cabalgatas. La primera de la que tenemos constancia se celebró, cómo no, en San Eustorgio. Fue en la Epifanía de 1336. Galvano Fiamma habló de ella en un texto que describe un cortejo de criados, animales domésticos y exóticos, encabezado por unos hombres vestidos de Melchor, Gaspar y Baltasar que seguían a una estrella de metal izada sobre un asta. Recorrieron las calles de la ciudad entre la iglesia de San Lorenzo y ésta. La primera, de forma octogonal, evocaba la Cúpula de la Roca de Jerusalén, mientras que la segunda era, por supuesto, la «nueva Belén».

San Eustorgio, iluminada con parquedad en estos días, ha olvidado semejante honor. No hay placa ni monumento que recuerde lo que significa. Pese a ello, su atmósfera preserva algo de aquella majestad. Imposible obviar que sus capillas esconden escenas de importantes maestros del Renacimiento. Una, la de los Portinari, muestra una extraña madonna con cuernos. Evoca, me explican, «el milagro de la falsa Virgen». Al parecer, el diablo en persona se escondió en esa pintura al poco de acabarse y fue san Pedro de Verona –dominico, hijo de cátaros, martillo de herejes– el que lo expulsó con un exorcismo que dejó la imagen cornuda para siempre.

Milán está sembrada de historias parecidas. Si cada vez que voy allí me empeño en visitar San Eustorgio es, en el fondo, por mi íntima necesidad de rescatarlas. Aún tengo pendiente recorrer el camino que siguieron los restos de los Magos entre Milán y Colonia, porque sé que su ruta está jalonada de albergues, calles y topónimos que hablan de «las tres coronas» o «alla stella», como si se confabularan en susurrarnos que su creencia en ellos sigue vigente.

De hecho, me doy cuenta de algo más al cerrar su puerta. Su campanario es el único de toda la ciudad que no luce un crucifijo en la punta. En su lugar, rutilante y hermosa, brilla una estrella de acero atornillada a la torre. La miro con ojos de niño y sonrío. Quizá era ahí donde iban a parar mis listas de deseos.