Política
Mogambo resucitado
La torpe ingenuidad de la censura es en realidad tan menor comparada con la impúdica exhibición de estulticia de los hombres públicos o influyentes
César recuerda cómo allá por los años cincuenta del siglo pasado, la censura franquista convirtió una infidelidad en un incesto. La dulce Grace Kelly, turista en África, felizmente casada, se enamora de Clark Gable, pero la moral franquista no podía dar carta de normalidad a semejante desatino, una relación fuera del matrimonio, de modo que cambiaron los diálogos y algunas acciones para que la Kelly apareciera como hermana de Gable. Pero se mantuvo la trama amorosa de tal forma que el incesto sustituyó al adulterio, con lo que la solución resultó más afilada que el problema y no sólo desvistió la impericia cerril de la censura, sino que dio pie a chanzas y comentarios que aún tienen recorrido setenta años después.
Ha recordado César esta peli y aquella anécdota a la vista de algunos rasgos comunes en la actualidad de esta semana, según el recorrido que él ha podido seguir en los medios de comunicación. Piensa en primer lugar en Djokovic, la estrella serbia del tenis mundial que en apenas cinco días pasa de héroe a villano, de adalid de los antivacunas independientes a señalado por saltarse la cuarentena en su país, cosa que está penada con hasta tres años de cárcel. Desafió a la razón, a la sensibilidad mundial y a las propias leyes australianas en su empeño de jugar el Open de Tenis. Pero no calculó que el desafío implicaría reacción, y ésta investigación, y tirar del hilo desnudar un comportamiento que él mismo había ocultado. De no creerse inmune e impune, de no jugar a ser Dios –o Jesucristo como dijo su padre– no habría salido a la luz que mintió para entrar en Australia ni tampoco que se saltó en su país una cuarentena para acudir a una entrevista, o que pasando la Covid estuvo jugando con unos adolescentes en Belgrado. Mala jugada, revés de perfiles parecidos a Mogambo: cambiar el relato para pasar de héroe a villano, convertirte en incestuoso cuando «solo» estabas siendo infiel.
Como Boris Johnson, que ante la evidencia de que eran un hábito las fiestas en Downing Street durante el confinamiento, asegura que él creía que se trataba de reuniones de trabajo. Incluso la última, a la que convocó su gabinete por correo solicitando a los asistentes que llevaran su propia bebida, era, para el premier británico, un encuentro laboral. «Pásame el expediente, que aquí te va la birra», se dice César que debió escuchar, y esto le confundió. Aquí la cuestión no es tanto liarse en su propia vanidad, sino cambiar la realidad tomando por idiota al personal. Su adulterio se convierte en incesto cuando cambia trabajo por placer y cree que el personal se lo ha comprado. Sigue sin dimitir, aunque me malicio que mucho no le debe quedar, porque la presión en su propio partido es grande y además la última aventura fiestera tiene costuras delicadas: se ha sabido que celebró no una sino al menos dos durante el periodo de luto por la muerte del príncipe Felipe de Edimburgo, el esposo de la Reina de Inglaterra. Se imagina César a los guionistas de una de sus series favoritas, The Crown, afilando los lápices en la nueva entrega a la que, sin duda, aportarán la brillante defensa que de sí mismo ha hecho el príncipe Andrés, hijo menor de la reina, quien dice no recordar absolutamente nada del abuso denunciado por una mujer que le va a llevar a juicio en Estados Unidos. Su madre, Her Majesty, le ha desprovisto de todos los títulos honoríficos. Supongo que por la deshonra, aunque quizá también lo mereciera por esa torpe defensa de acudir a la desmemoria ante algo como los abusos sobre una menor.
Claro que en España también ha habido, recuerda César, otra esta semana de esas que para desfacer un entuerto, anudan uno aún mayor. Lo de Garzón y la «poor quality meet» que exportamos. Ha leído el texto en inglés –lo entiende y si no, se apoya en un diccionario– y en castellano, varias veces. Y, en efecto, afirma el ministro de Consumo que desde las macrogranjas se exporta carne de mala calidad, o de pobre calidad. Esto quizá no debiera decirlo un ministro. Pero en vez de disculparse, explicar que se le tradujo mal o aceptar con humildad que quizá no debió expresarse así, tira por la calle de en medio y se inventa lo del bulo para señalar como mentirosa cualquier crítica. Ya había dado bazas a los adversarios políticos con la afirmación, pero les regala aún más con la huida hacia adelante. De propina, decir que el bulo del que hablan él y su bancada, no es una mentira, sino una mala traducción: el bulo es traducir «poor» por mala cuando en realidad él quiso decir peor.
Sonríe César recordando Mogambo, la torpe ingenuidad de la censura, en realidad tan menor comparada con la impúdica exhibición de estulticia de los hombres públicos o influyentes casi en cualquier dirección que mires esta semana.
Deberían ver más cine.
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