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Liberalismo a la madrileña

Un modelo para otras muchas ciudades y sociedades atascadas en la nostalgia y el duelo sin fin del socialismo perdido

Las dos grandes crisis de los últimos veinte años, la del 2008 y la del Covid-19, han traído aparejada una crítica de los postulados el liberalismo. Son muchos, y en particular bastantes jóvenes, los que ven en el liberalismo un modelo que impide la capacidad de cooperación y va corroído por un egoísmo cínico que fomenta los peores instintos del ser humano y anula la posibilidad misma del bien común como base que comparte la sociedad a la que pertenecemos. La crítica al liberalismo ha sido intensificada por el renacer del socialismo comunista. Comprender las dos crisis y sus consecuencias como un desmentido a lo que significó la caída del Muro de Berlín, como si quienes formulan estas críticas nos pudieran convencer de que creen en una mundo feliz, la sociedad sin clases y al final marxista de la historia.

Está claro que el liberalismo, tal como lo configuró el optimismo –comprensible, por otra parte– de los años 90 y el arranque del siglo XXI merece una revisión crítica. Casi nunca, sin embargo, por los motivos que aducen los neocomunistas y sus aliados estratégicos, como los socialistas españoles. Más bien, el propio liberalismo ha contribuido a debilitar los consensos morales y políticos sobre los que se fundaron una vez los derechos humanos, que son el fundamento de cualquier sociedad liberal.

Y sin embargo, esta misma constatación difícilmente van a hallar una respuesta verosímil fuera del orden (o del relativo desorden) liberal. En primer lugar, porque sólo el liberalismo sustenta la creación de riqueza, de prosperidad, de sostenibilidad y de civilización, entendida ésta como la posible mejora de la condición moral del ser humano. Al final, por muchas correcciones que se quieran introducir, no hay más receta que la muy liberal que consiste en fomentar la creatividad humana. Por otro lado, los incentivos que introduce el excesivo intervencionismo –no digamos ya el socialismo o el comunismo– no conducen a mejorar la vida de los seres humanos o de la sociedad: al contario, llevan a su empeoramiento y a una mayor corrupción. A la animalización.

Una excelente exposición de todo esto es «Liberalismo a la madrileña», el gran libro de Diego Sánchez de la Cruz recientemente publicado. Además de un fiel recordatorio de lo que fue el liberalismo –madrileño– y de su contribución al progreso de España antes y después de la Transición, constituye una demostración exhaustiva de las virtudes, en todos los sentidos, del liberalismo. Y un repaso práctico de cómo el liberalismo, aplicado desde el Estado con respeto y con audacia, y sin dogmas, contribuye a mejorar la vida de los ciudadanos y –justamente– refuerza su condición de tales. Madrid, como bien sugiere Diego Sánchez de la Cruz, ha renovado y recreado su identidad, y con ella la conciencia de pertenecer a una comunidad con responsabilidades compartidas, que es la base de cualquier definición de bien público. Lo ha hecho siempre bajo gobiernos liberales. De ahí el extraordinario experimento madrileño, que Sánchez de la Cruz denomina «liberalismo popular», y que aúna reivindicación de una identidad y de una marca, como nunca había ocurrido hasta ahora, con la invitación a la libertad y a prescindir de moralinas progresistas y falsos consensos. Un modelo para otras muchas ciudades y sociedades atascadas en la nostalgia y el duelo sin fin del socialismo perdido.