Museos

Al Partenón, con buen pie

Lo penoso es que el British está a rebosar de objetos de pillaje «salvados» en aras de su preservación

Cada vez llevo peor el ombliguismo británico. Quizá por eso me alegra tanto que su visión imperialista de la cultura haya vuelto a quedar en evidencia estos días. La reciente cesión a Grecia de un friso de los mármoles del Partenón custodiado en el Museo Arqueológico de Palermo, ha reabierto la más vieja disputa que el Reino Unido mantiene con el país heleno. La pieza en cuestión es tan solo un pequeño fragmento con el pie de una diosa, pero la patada que ha propinado al «establishment» inglés está siendo épica. Londres, como todos saben, lleva casi dos siglos ignorando las reclamaciones de Atenas para recuperar los 56 paneles, 15 metopas y 17 figuras del frontón del Partenón. Todo descansa en el Museo Británico, pero el préstamo italiano los ha cuestionado como nunca en tres décadas. «¿Por qué Italia devuelve lo que tiene y ellos no?», nos preguntamos ahora muchos europeos.

Estamos ante un conflicto que en realidad empezó en 1799, cuando Thomas Bruce, decimoprimer conde de Kincardine y séptimo de Elgin, maniobró ante el gobierno otomano que entonces ocupaba Grecia y obtuvo de él un «firman» –un permiso– para hacer unos moldes de escayola y algunos dibujos de las esculturas del «templo de los ídolos». Los turcos quisieron agradecer así a los ingleses que Nelson hubiera expulsado a Napoleón de sus territorios en Egipto, y aunque su autorización no le permitía arrancar ni serrar los mármoles de la Acrópolis (y mucho menos llevárselos), eso es exactamente lo que hizo.

Antes de vender aquella «mercancía» al Museo Británico en 1816, lord Elgin justificó su exceso de celo en las supuestas intenciones turcas de reducir a mortero algunas estatuas. Ante el Parlamento esgrimió el escueto «firman», y éste autorizó su adquisición aún a sabiendas de que se trataba de material expoliado.

Lo penoso es que el British está a rebosar de objetos de pillaje «salvados» en aras de su preservación. A diferencia de nuestro Museo del Prado, por mencionar uno, donde sus piezas proceden de encargos o compras reales perfectamente documentadas, legales, la colección británica lo fía casi todo a la soberbia de creerse los custodios legítimos de la civilización. «¡Somos la intersección de las culturas del mundo!», se retrató en estos días Hartwig Fischer, director del Museo.

Gracias a Dios no todos los ingleses piensan igual. El mismo año que su predecesor David Wilson definía como «fascismo cultural» (¡!) las intenciones de Grecia por recuperar lo suyo, un joven periodista llamado Boris Johnson propuso que esas piezas abandonasen cuanto antes «esta cultura norteña aficionada al whisky» y fueran devueltas «al país del sol y al paisaje de Aquiles al que pertenecen». Eso sucedió en 1986. Se libraba entonces una guerra abierta entre retencionistas y devolucionistas. Hoy, ese chaval convertido en primer ministro, ha decidido sin embargo tragarse sus palabras y callar ante el gesto de Palermo con Atenas.

Ciego está Johnson si no ve que su país –enredado en el escándalo del «partygate»– tiene en «los mármoles de Elgin» la oportunidad única de desviar el debate lejos de Downing Street y, de paso, congraciarse con una Europa a la que ha magullado con el Brexit. Seguir los pasos de Italia sería mucho más que justicia divina. Sería cumplir con la palabra dada en los ochenta, cuando Londres sugirió que devolvería los mármoles en el momento en que Grecia tuviera un lugar adecuado para guardarlos. Ese lugar existe desde 2009. Es el Museo de la Acrópolis (NAM), donde ya puede deambularse por el soleado corredor del tercer piso –la «procesión panatenaica» lo llaman–, preparado desde hace trece años para recibirlos.

Quede claro, por último, que no estoy hablando de una simple cuestión patrimonial. El Partenón es un símbolo. Un icono de los valores de Europa. Y una parte clave de este combate se libra en ese terreno. Por ejemplo, en las cartelas de sus salas griegas el British todavía se empecina en llamar a su rehén «los mármoles de Elgin». Es un truco sucio. ¿Cómo defenderían si no su propiedad si los llamasen «los mármoles del Partenón»? Pero también el otro lado tiene lo suyo. En 1837 Iakovos Rizos Neroulos, quien fuera primer presidente de la Sociedad Arqueológica Griega tras la independencia del país, definió la situación en términos de identidad nacional. «Estas piedras son más preciosas que los rubíes o las ágatas», dijo. «Es a estas piedras a las que debemos nuestro renacimiento como nación». Aquello fue, siento decirlo, una exagerada alucinación nacionalista porque, aunque el Partenón es de Atenas y sus frisos deben reposar en la roca sobre la que fueron esculpidos, en realidad trascienden el mero hecho geopolítico.

¿Cómo? Bueno… Una leyenda afirma que el nombre de ese templo procede de la tanacetum parthenium, una hierba de la familia de las margaritas que Atenea entregó en sueños a un obrero que acababa de malherirse en el propileo. Tomarla lo sanó. El arquitecto Ictinos y el maestro Fidias vieron el milagro y transfirieron su nombre al edificio con la secreta esperanza de que fuera sanador también para el pueblo. Quién sabe. Quizá la necesaria vuelta a casa de los mármoles y la reconstrucción del Partenón que ya está en marcha sirvan para remediar algunos de los males del país. Y de paso, también los de sus hermanos mediterráneos. Entre ellos, la falta de consideración a la cultura clásica.

Seamos optimistas. Un pie ya ha dado el primer paso, ¿no es cierto?

Javier Sierra, es escritor y Premio Planeta de novela.