España vaciada

El pueblo de las estrellas susurrantes

La ingeniera Urquiza confía en la llegada de una pujante variante de viajeros que ya reciben el nombre de «astroturistas»

Llevo años recorriendo España de arriba abajo. La he atravesado explorando sus carreteras más inhóspitas, pisando enclaves históricos y naturales que parecían perdidos, siempre en busca de sus tradiciones más curiosas y heterodoxas. Ahora creo que, de un modo inconsciente, lo que trataba era demostrar que este no es un país de Sanchos sino de Quijotes, lleno de gigantes, que no de simples molinos, a los que merece la pena acercarse a escuchar.

Mi última incursión por esa España mágica –usando el término acuñado por Juan García Atienza– fue al altiplano turolense del Jiloca. Allí, por encima de los 1.200 metros de altitud, descansa un pueblo de solo veinte habitantes que guarda una importante lección. El pasado 3 de junio falleció su vecina más longeva. Cristina López Hernández, de 106 años, era la auténtica centinela de Villar del Salz. Madre de dos hijas, abuela de cuatro nietas, Cristina fue veterinaria, matrona, hospedera y agricultora. Según cuentan, una de las cosas que más le gustaba era «perderse» en las afueras del pueblo para mirar las estrellas. Sus preferidas eran las noches sin luna. Las más oscuras. Y si tenía a alguna de sus familiares cerca, las aprovechaba para hacer memoria y contarle historias en mitad de un silencio majestuoso, escrutando la Vía Láctea, como si aquellos farolillos lejanos fueran capaces de susurrarle sus secretos. Homero hacía lo mismo hace casi tres milenios.

La semana pasada me acerqué a visitar su tumba. Me había llamado Merche, su nieta más joven, ingeniera agrícola, 39 años, ojito derecho de Cristina, para contarme lo que acababa de hacer por ella. «Era mi tesoro», dice. A finales de octubre, a las afueras del pueblo, a medio camino entre la última casa y el cementerio, instaló un mirador para que todo el mundo pudiera contemplar las estrellas susurrantes como lo hacía su abuela. «Con ayuda del alcalde, le hemos puesto su nombre», sonríe ufana. «Aunque no es solo un punto para ver el cielo. Es, sobre todo, una marca para recordar al pueblo, y al mundo, que tenemos algo de gran valor sobre nuestras cabezas, un espectáculo diario, al que hacemos poco caso».

Observatorio Cristina López Hernández de Villar del Salz, Teruel
Observatorio Cristina López Hernández de Villar del Salz, TeruelJavier Sierra

Merche Urquiza me cuenta entonces lo mucho que le afectó la pérdida de la abuela. No fue solo por su ausencia, sino porque constató que, tras su fallecimiento, Villar del Salz entraba también en el sendero de su propia extinción. «Este pueblo estuvo muy vivo hasta 1986», rememora a los pies del observatorio. «Aquí hay una enorme veta de hierro que fue explotada durante décadas. Pero aquel año se cerró la mina y la gente comenzó a irse». Lo que me sorprende es que Merche no habla de ello con tristeza sino con esperanza. «¿Sabes?», prosigue, «a lo mejor mi abuela tenía razón cuando nos decía, sentadas a la fresca, que lo que hay que hacer es pedir ayuda al cielo cuando más lo necesitas. Literalmente». Le pregunto entonces qué quiere decir, y me explica que al poco de enterrar a «su tesoro», se le ocurrió llevar un fotómetro al pueblo y empezar a medir el nivel de oscuridad de sus cielos susurrantes. Se dio cuenta de que las medidas eran muy bajas, pero lo eran sobre todo en las faldas del cementerio. Allí el aparato registró 21,4 arcosegundos al cuadrado. «Yo soy una técnica y me di cuenta enseguida de que aquello era excepcional, que confirmaba científicamente lo que nos decía la abuela: que en Villar del Salz era posible tocar las estrellas».

Con ese dato, y el corazón encogido por el inesperado vínculo entre el lugar de descanso de Cristina y sus cielos, se puso en contacto con la Fundación Starlight. Esta institución concede desde 2007 certificados a lugares que son especialmente propicios para escrutar el firmamento nocturno. Desde Canarias valoraron su registro y no dudaron en conceder a Villar del Salz el título de «paraje Starlight». Eso fue en agosto. «Este rincón –dice ahora Merche orgullosa, señalándome los paneles informativos que ha pagado de su bolsillo y el planisferio atornillado que los acompaña– es el único de Aragón con esa marca…». Y con los ojos chispeantes, añade: «Le he pedido al cielo que las estrellas salven a mi pueblo… ¡Y quizá lo hagan!».

La ingeniera Urquiza confía en la llegada de una pujante variante de viajeros que ya reciben el nombre de «astroturistas». Personas a las que no les importa recorrer cientos de kilómetros para alejarse de la contaminación luminosa de las ciudades y asombrarse ante el espectáculo cósmico que brinda la bóveda celeste. Y lo hace justo cuando la mal llamada España vaciada empieza a descubrir en ella un recurso para detener su sangría demográfica. En Villar del Salz ya hay una casa rural y un restaurante. Son un ejemplo de fe. Una lección. También en Teruel, en Arcos de las Salinas, este verano se inaugurará «Galáctica», un parque temático y observatorio que acercará a los ciudadanos al Universo. Los negocios entorno a las estrellas empiezan a proliferar en la zona.

En el fondo, los turolenses llevan las estrellas en su ADN. No olvidemos que tanto la vecina provincia de Cuenca como ellos, presumen desde la Edad Media, en sus escudos, de rutilantes estrellas. Como si intuyeran que es ahí arriba donde está el futuro. El bálsamo de Fierabrás para una España mágica que jamás debería quedarse vacía.

Javier Sierra es escritor y Premio Planeta. Coautor de “La España extraña” junto a Jesús Callejo.