Pedro Sánchez

El regocijo del «espectador» en su poltrona

Para Sánchez, el milagro sería que «la pareja madrileña», como la caricaturizan en la izquierda, durase lo más posible.

Estos días, más de uno debería sentirse como Geoffrey Firmin paseando por las cantinas de Quauhnáhuac, dentro de ese triángulo complicado y desesperado, retrato de las últimas horas del descenso moral y físico hacia las profundidades del fracaso. Muchas claves del hoy están en «Bajo el volcán», novela del escritor inglés Malcom Lowry, y convertida en una película en la que se pierden detalles fundamentales para entender el hoy de nuestra política.

La duda aquí es si en el triángulo delirante, aplicable a derecha y a izquierda, hay todavía alguien lo suficientemente lúcido como para ser consciente del proceso vertiginoso de autodestrucción del que forma parte.

Como espectador, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se ha encomendado a ese poder divino o taumatúrgico, según los gustos de cada uno, al que todos acudimos en los momentos en los que necesitamos creer en el milagro. Y para Sánchez, el milagro sería que «la pareja madrileña», como la caricaturizan en la izquierda, durase lo más posible.

Así estamos, con un país cada vez más empobrecido y más sableado, pero en el que lo que más preocupa a nuestra clase dirigente es que el adversario político sea tan inútil como para ponerse una bomba debajo de sus pies, de tal manera que ellos, sin hacer nada más que sostenerse en el poder, puedan aspiran a aguantar aún más tiempo en la poltrona.

No les importa estar atados de manos. No les importa que tengan que seguir aparcando reformas estructurales que saben que necesita el país, pero que esconden porque les pueden apartar de la silla de mando. No les importa, tampoco, que no haya proyecto, más allá de engañar a unos y a otros, porque para eso ya está «la pareja madrileña», que, con un poco de suerte, esperan que les sirva para movilizar a la izquierda. Mal nos puede ir cuando, aquel que tiene socios extremos, cree que todavía está a tiempo de presentarse ante el país como si fuera Emmanuel Macron bajo el estandarte del libertador de los españoles de las peligrosísimas hordas de la extrema derecha.

No pudo ser, pero aquel sueño de que la pandemia iba servir para que los principales gestores del país influyesen en las decisiones, ajenos a las lógicas de los partidos, fue bonito, aunque duró muy poco.