Partidos Políticos

La clase política y la nación

La izquierda, el PSOE y las formaciones radicales que constituyen parte del gobierno, aplican una forma de hacer política, en la cual se llama diálogo a la cesión permanente de todo lo que haga falta

Nos dijeron que España no se merece un gobierno que mienta. Vinieron después el genio Zapatero, el ínclito Rajoy y, acabó llegando a la Presidencia del Consejo de Ministros, Pedro Sánchez, refractario a la verdad en cualquiera de sus manifestaciones. Ante la desagradable realidad se repitió otra muletilla: «España no se merece un gobierno como éste», unas veces empleada por la izquierda y otras por la derecha, según el caso. Ciertamente resulta más realista, aunque más dura, la vieja afirmación de Joseph de Maistre: «Todas las Naciones tienen el gobierno que se merecen». El caso de España, nos guste más o menos, no desmiente al autor de Lettres et opuscules inédits. Más aún, habría que ampliar la sentencia anterior y enunciarla diciendo «cada nación tiene la clase política que se merece».

La izquierda, el PSOE y las formaciones radicales que constituyen parte del gobierno, aplican una forma de hacer política, en la cual se llama diálogo a la cesión permanente de todo lo que haga falta, siempre bajo chantaje, a cambio de las correspondientes prebendas. Nada importan las contradicciones, por grandes que sean; se consideran meras concesiones tácticas, ante la estrategia dirigida a vivir del presupuesto. A pesar de la abrumadora propaganda que encubre sus múltiples errores, y magnifica los escasos aciertos, su desgaste parece evidente. El entreguismo a formaciones filoterroristas y separatistas, y la pérdida de credibilidad del presidente, se dejan sentir en los últimos resultados electorales. La reacción de la extrema izquierda, ante la agresión rusa a Ucrania ha mostrado, además, la indecencia moral de quienes subordinan todo a sus intereses ideológicos.

Entre tanto, el partido mayoritario de la derecha parece empeñado en seguir en la oposición sine die. La actual crisis del PP escenificada, en primer término, por don Pablo y doña Isabel, encajaría bien a la sombra de los títulos de algunas obras de nuestra literatura clásica: Entre bobos anda el juego, comedia de figurón; Morir pensando matar, tragedia suelta; y La venganza de don Mendo, (en grado de tentativa), astracanada modélica.

Lo cierto es que el PP gestiona mal sus éxitos electorales más recientes; sean grandes, como los obtenidos en la Comunidad de Madrid y el Ayuntamiento de la capital; o pequeños, como refleja lo ocurrido en Castilla y León. Siguen fielmente la indicación atribuida a Groucho Marx: «de victoria en victoria, hasta la derrota final». No creo que fuera eso lo deseado por los votantes que esperaban que sus dirigentes encontraran la fórmula más adecuada para gobernar en Castilla y León y continuar mejorando, a partir de ahí, las expectativas del Partido Popular de cara a las próximas elecciones generales. Mientras, VOX trata de evitar la confrontación con «los populares», se libra de guerras intestinas y marcha en continuo ascenso.

En el fondo, el problema fundamental al que se enfrentan los dos grandes partidos, sedicentes nacionales, sobre todo en los últimos años, es el mismo, pese a las enormes diferencias orgánicas e ideológicas entre ellos. No han sido capaces de presentar a los españoles un proyecto nacional. Víctimas de la dinámica centrífuga del autonomismo, sin límites claros en la práctica, que alimenta el taifismo y los personalismos, atomizando peligrosamente el mapa político español. Los partidos que aspiran a gobernar España necesitan recuperar la Nación.

Núñez Feijoo, camino de Madrid, ha anunciado su propósito de alcanzar «pactos de Estado» con Sánchez. No resultará fácil, ni será suficiente, si sólo se reduce al ámbito institucional. Hace demasiado tiempo que el PSOE y el PP viven de espaldas y, con ellos, los ciudadanos a los que representan. La ideologización frentista ha abierto más distancia de la conveniente entre diversos sectores de la sociedad española, pero la necesidad puede obligar al diálogo y, ojalá, al entendimiento.

España ha padecido el hostigamiento de una izquierda que, en su afán de romper con el régimen de Franco, confundió ambos términos en demasía, se introdujo un falso debate entre lo sustancial y necesario, es decir, la unidad y la uniformidad; se olvidó que la historia de toda Nación es un vasto sistema de incorporación; una gran solidaridad. En este sentido, historia y nación vienen a ser consustanciales. Son aplicables a ambas los rasgos definitorios acuñados por Galdós, «hijas del ayer, hermanas del presente y madres del mañana».

Llevamos décadas de alejamiento de nuestras raíces, consideradas un obstáculo en el camino para convertirnos en políglotas de todas las culturas, como si éste fuera un objetivo, no sólo superior sino incompatible, con la idiosincrasia nacional. Nos encontramos pues desarraigados de nuestras propias características y sin acabar de ilusionarnos, de identificarnos suficientemente con formaciones supranacionales como la Unión Europea que, en la crisis suprema de estos días, se juega su futuro.

Se equivocan los que plantean la recuperación de la Nación como factor de resquebrajamiento de Europa. Antes bien, ésta saldrá reforzada, en tanto en cuanto, el esfuerzo solidario sobre el que se fundamenta el verdadero concepto de Nación se proyecte en la Unión Europea. Aquella idea de Mazzini de la creación de «La Joven Italia» no estaba reñida en absoluto con su aspiración a «La Joven Europa». La auténtica amenaza para Europa son, como se demuestra estos días, por un lado, los afanes expansionistas aún al precio de la guerra; y, por otro, los particularismos insolidarios que llevan a la desintegración de los estados nacionales.

Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España.