Vladímir Putin
Víctimas
El cerco económico, las medidas que convierten a Rusia en una nación aislada y a sus dirigentes en parias apestados, pueden en esta ocasión funcionar. Dependerá del precio que estemos dispuestos a pagar
El hombre se acerca a la ventanilla y pone la mano suavemente sobre el cristal, como temiendo quebrarlo. Al otro lado, dentro del tren, una mujer sostiene en brazos a un bebé de pocos meses que intenta en vano tocar la mano de su padre. Él lleva un gorro de lana y una chaqueta de camuflaje. Tiene el rostro cansado y una barba de varios días. Cuando el tren empieza a moverse, baja la mano y saca del pantalón un teléfono móvil, pulsa una tecla y, sin dejar de mirar al tren que se aleja, empieza a hablar. Se diría que con la mujer. Apenas unos instantes después se gira y aún en el andén rompe a llorar.
Marisa se siente parte de esa escena. Es madre y empatiza con ella. Pero también con el miliciano que se despide de su familia en la estación de Kiev, que podría ser cualquier estación de cualquier guerra. Las guerras se libran también en las estaciones. Ellos se quedan. Ellas parten con el compromiso de mantener lo que en ese instante se rompe y la esperanza de que sea solo durante un tiempo. Todos son víctimas del miedo y la incertidumbre. Imagina Marisa que las últimas palabras que se dirigen, las miradas que se estiran hasta el límite, serán alimento para el tránsito en medio de la incertidumbre y, sobre todo, la supervivencia.
Más niños en el relato visual de la guerra en Ucrania que está emitiendo la televisión. Es una imagen congelada de cuatro o cinco, algunos con pequeños ramilletes de flores en las manos. Dice la voz en off que la policía rusa los detuvo cuando trataban de acercar unas flores solidarias a la embajada de Ucrania en Moscú. No se da más información, y aunque Marisa duda si será cierto o no, termina concluyendo que carga de verosimilitud la historia el hecho de que en la víspera el mundo pudo ver cómo la policía rusa detenía a una anciana de quien se decía que era superviviente de los campos nazis, cuando protestaba contra la guerra. Esa guerra que arrasa las vidas de millones de personas, aunque no se las arrebate, y está ya empobreciendo a muchos más en el país del tirano que hace tiempo decidió iniciarla.
Ha escuchado Marisa en la radio esa tarde a Yulia. Es ucraniana y hablaba desde Kiev, donde ella y su marido se mantienen porque no quieren irse del país y tener que dejar allí a su hijo de 19 años. Los hombres entre 18 y 60 años no pueden salir de Ucrania. Yulia no quiere adioses ni estaciones. Desde el norte de la ciudad sitiada, Carlos habla también en la radio. Es español, llegó para un trabajo de unos meses, se enamoró y no ha querido dejarla en medio del huracán. Sigue resistiendo junto a ella, cada vez más solos, cada vez con más miedo. Pero se tienen y se alientan. Solo pueden y quieren esperar a que todo acabe de una vez y poder pensar en su futuro. Ahora solo se puede plantear la supervivencia de un día a día cada vez más oscuro. A Carlos le pillo la guerra por sorpresa, pero a Yulia no. Dice que esto no es sino un nuevo episodio de lo que empezó hace ocho años cuando Putin se quedó con Crimea. Entonces, recuerda, no hubo la corriente de unidad y solidaridad que ahora llega de Europa. Entonces se le dejó hacer, se anotó en la libreta de los imposibles geopolíticos hacer retroceder al nuevo Zar postsoviético y se pasó a otra cosa. Si Europa, la OTAN, el mundo hubiera reaccionado como lo hace hoy no estaríamos ahora así. Le parece muy bien, le oye decir Marisa, que por fin Europa –esa Europa que debió abrirse antes a Ucrania– haya encontrado una única voz, pero el cerco económico y las advertencias debieron haber llegado entonces. Hoy quizá sea tarde.
O puede que no, piensa Marisa. Puede que la acción unitaria de Europa, el cerco económico, las medidas que convierten a Rusia en una nación aislada y a sus dirigentes en parias apestados, puedan en esta ocasión funcionar. Dependerá del precio que estemos dispuestos a pagar. Se pregunta si podremos aguantar el tirón, si además de una camiseta amarilla y azul y una dialéctica de solidaridad y apoyo a los ucranianos seremos capaces de sacrificarnos por ellos, de volver a una crisis cuando creíamos estar saliendo de ella. De pagar más por lo que comemos y vestimos, de arriesgar el puesto de trabajo, de volver a caer en el desánimo colectivo y la desesperanza. Porque de eso se va a tratar. El cerco empobrecerá a los rusos pero también nos morderá a nosotros. La otra opción es la impensable guerra global. O dejar solas a las víctimas como hemos hecho en otras ocasiones cuando eran de otro mundo, de otra cultura.
No hay muchas salidas. Tampoco en nuestra naturaleza debiera estar abandonar aquella Europa a su suerte.
Escucha Marisa el eco lejano de la ensoñación infantil de Podemos de que en vez de armas hay que redoblar los esfuerzos diplomáticos. Algún día sabrán en qué mundo viven, supone Marisa.
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