Pandemia

Los labios rojos

La mascarilla llegó como una escapatoria a aquel túnel paralizante en el que entramos

Hasta hace dos años apenas sabía nada sobre ellas. Ignoraba que existían de distinto tipo, que aportaban un diferente nivel de protección, FFP2 o FFP3 no pasaban de ser una especie de jeroglíficos sin mayor significado concreto, tampoco conocía el tiempo que mantenían su utilidad o cómo conservarlas para que no perdieran eficacia. Puede decirse que, a lo largo de este periodo pandémico, he aprendido mucho sobre mascarillas. Probablemente, también usted. En estos meses se han colado en nuestras rutinas, se han adaptado a nuestra cara, a la muñeca o al codo, según la circunstancia, y se han sumado como pieza inexcusable a ese ritual doméstico «llaves, monedero, móvil» que activamos antes de salir de casa. Sin embargo, cuando lea estas líneas ya serán (casi) historia. Puede que usted forme parte de ese grupo de personas que ansiaba desesperadamente librarse de ellas o, por el contrario, se incluya entre quienes se resisten a eliminar ese plus de protección que nos ha permitido recuperar el ritmo de vida pese al virus.

La mascarilla llegó como una escapatoria a aquel túnel paralizante en el que entramos y que parecía inspirado en la novela de Ottessa Moshfegh «Mi año de descanso y relajación»: con la mitad del rostro oculto esquivamos el letargo en el que habíamos entrado, aislados, confinados al estilo medieval, pero en la era digital. Nos permitió huir de encierros y confinamientos y se convirtió en la última barrera, real y psicológica, frente al coronavirus. Científicos y epidemiólogos dudan sobre la oportunidad de la medida y apelan a la prudencia para mantener conductas de salvaguarda frente a contagios crecientes o imprevisibles mutaciones; solo el tiempo y el método de ensayo y error en el que nos instalamos en marzo de 2020 dirán si, efectivamente, ahora era el momento adecuado para decretar su fin. Mientras resolvemos esa duda, aprovechemos para lucir, por ejemplo, los labios rojos. Al fin y al cabo, nada como un buen «rouge» para espantar temores e incertidumbres.