Prehistoria
La colina que cambiará la Historia
Allí, cerca del Éufrates, en una superficie que septuplica a Gobekli, emergen de la tierra, como si fueran dientes, curiosas rocas cuadradas.
Llegar al yacimiento de Karahan Tepe es toda una aventura. La ruta no está señalizada y resulta inevitable perderse por el laberinto de campos de pistacho, algodón o isot, el famoso pimentón de la Anatolia oriental turca, que lo rodea. Di con él la semana pasada. Hacía tiempo que no pisaba la zona. La había peinado durante la preparación de mi novela El ángel perdido, hace más de una década, pero entonces nadie hablaba de este lugar. El nombre que iba de boca en boca era otro: Gobekli. Se trata de una colina parecida, un montículo rocoso pelado en mitad de los sembrados, que hoy cuenta con sello de la UNESCO, centro de interpretación, pasarelas, aparcamiento y hasta tienda de recuerdos. Los arqueólogos llevan desde mediados de los noventa desenterrando allí círculos megalíticos que fueron sepultados deliberadamente por sus moradores hacia el 9600 a.C. La fecha da vértigo. De ahí su fascinación. Sus casi doce mil años duplican con creces la edad de Stonehenge y de la Gran Pirámide.
Pues bien, ahora se estima que Karahan Tepe –sin turistas, ni pérgolas, ni caravanas de autobuses– es mil años anterior a Gobekli, y que sus desconocidos constructores la levantaron en mitad del turbulento periodo glacial en el que desaparecieron los mamuts. En 2019, el profesor Necmi Karul, de la Universidad de Estambul, sistematizó su excavación y arriesgó esa datación.
Karahan fue descubierto en 1996 junto a otra docena de «tepes» o cerros en un radio de cien kilómetros alrededor de Gobekli. Todos escondían restos de una desconocida civilización neolítica. Probablemente la misma que inventó la agricultura y domesticó los primeros animales. Y aunque sus ruinas eran prometedoras, ninguno ha terminado dándonos tanto como Karahan. Allí, cerca del Éufrates, en una superficie que septuplica a Gobekli, emergen de la tierra, como si fueran dientes, curiosas rocas cuadradas. Son lo único visible de unos tótems con aspecto de tablón y forma de T. Cuando se desentierran, desvelan relieves de zorros o serpientes, mientras que otros –los más grandes, de hasta seis metros de alzada– presentan brazos en sus lados que terminan cruzándose en su lado más fino. «Es muy difícil precisar su edad», se encoge de hombros el ayudante del profesor Karul que me atiende, «sobre todo porque queda mucho por excavar y podríamos vernos obligados a retrasar aún más las fechas».
¿Más? Los geólogos creen que hace cien mil años la Tierra comenzó un lento periodo de calentamiento que culminó hacia el 10800 a.C. En ese momento, una enorme masa de agua gélida se vertió desde los polos al resto de océanos, alterando los perfiles costeros del planeta y bajando de golpe unas temperaturas que eran ya templadas al sur de la actual Turquía. Según catas tomadas en Groenlandia, aquella «helada final» duró hasta el 9620 a.C. Es decir, que mientras Gobekli fue obra de los que sobrevivieron a ese último periodo de vaivenes climáticos que llamamos Edad del Hielo, Karahan Tepe se alzó justo antes de la gran inundación que anticipó su final. «Lo que sorprende», continúa explicándome mi cicerone, «es que no hayamos dado aún con cuerpos humanos en este lugar, aunque sí con cientos de huesos de animales sacrificados: leones, gacelas, cebras, reptiles. ¡Esto parece un zoo!».
Las palabras de Ismail destilan cierto aire bíblico. Es difícil olvidar que esta es, precisamente, la tierra del Diluvio. Las montañas del Ararat en las que el Génesis asegura que encalló el arca de Noé con un animal de cada especie abordo, no están lejos. También son de esta zona los textos zoroastrianos en los que Ahura Mazda pide a un humano llamado Yima que se prepare para una gran crecida y excave un refugio en el que resguardarse. Esa inundación que creíamos mítica nos hace soñar ahora con la idea de que Karahan y Gobleki fueron enterradas ritualmente para salvarlas de un desastre real. «De hecho, en el centro de una de estas plazas redondas», señala mi guía al corazón del yacimiento, «es donde hemos encontrado un buen número de estatuas humanas, de ídolos. Como si las hubieran dispuesto en un ceremonial antes de inhumarlas».
Su comentario me lleva enseguida a otra consideración. Karahan y Gobekli Tepe se encuentran junto a la moderna Sanliurfa («la gloriosa Urfa»), la Edesa de las Escrituras. Allí aseguran que nació Abraham y que predicó contra la idolatría. Esta «ciudad de los profetas» es hoy la urbe con más sensibilidad religiosa del país. Sectas de todo tipo llevan dos mil años empeñadas en acabar en suelo sagrado con el politeísmo, defendiendo eso que llaman «tradición». Y cuando casi lo han logrado, su propia tierra desvela un perturbador pasado sembrado de ídolos. En Karahan Tepe llaman la atención la decena de grandes penes de piedra que reciben al visitante. No hay allí rastros de mujeres, sino lo que parece un ancestral culto a la fertilidad masculina. Quizá el que marcó el inicio del moderno patriarcado. Y junto a ellos, un rostro de bulto redondo, que lo vigila todo desde hace 130 siglos. Un ídolo que amenaza con cambiar nuestra visión de un paso del paleolítico al neolítico que creímos sin arquitectos, ni matemáticas, ni pensamiento avanzado.
Por eso he ido a Karahan Tepe. Para certificar lo que intuyo va a ser un cambio de paradigma en el estudio de la Prehistoria. Y volveré pronto para contarlo.
Javier Sierra es escritor. Su obra “En busca de la Edad de Oro” indaga en los misterios de las civilizaciones perdidas.
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