Ministerio de Igualdad
Irene Montero y los gordos de playa
De las inquietantes playas sin gordos hay que desconfiar como de la gente que no encuentra placer en comer
Antes, nos tiraban balones las avionetas y ahora te arrojan campañas del Ministerio de Igualdad para que los gordos vayan a la playa. En esta de aquí aparecen unas chicas sobre la arena para luchar contra la violencia estética (sic.). No sé si decirle que lo que recibe es «violencia» sea lo que conviene a un gordo en una playa, que por naturaleza recela de la mirada aviesa y el comentario que siempre imagina dirigido a él. Quizás lo más útil sería que entendiera que lo que digan los demás de él no debe de importarle una mierda y no convencerle de que el que le mira en ese momento le ataca, pues así se sentirá –naturalmente– atacado.
Cada vez hay menos gordos y entiendo que nacen gordos como antes, así que han debido de adelgazar. La paradoja es que cuantos menos gordos hay, más gordos parecen. En realidad, el gordo solo lo es relativamente a otros que están más delgados. Yo soy un gordo dependiendo con quién me compares. El martes volví a las olas después de unos meses y unos kilos de más, y me sentía pesado y exhausto sobre la tabla como esos astronautas que se bajan del espacio después de un año sin sentir la gravedad y apenas se tienen en pie. Siempre habrá gordos en la medida en la que siempre habrá flacos. Sin flacos, el problema estaría resuelto. Como en todo, Igualdad pretende igualar por abajo: comamos, pues.
Un gordo en la playa es una fiesta. Hace unos años, en la Caleta de Cádiz, «ganges» nuestro, las señoras jugaban al bingo a la atardecida y parecía una condición del juego que los muslos les impidieran juntar las rodillas. Desentonaban los estudiantes guiris, tan jipis y delgadillos que las Maris se empeñaban en darles de comer del tupper filete empanado y cazón en adobo. Por la mañana, estas fantásticas mujeres poblaban las piedras milenarias de la ensenada y no sé si aún se puede decir que allí, dormidas sobre sus sillas extendidas, quietas y bronceadas, me querían recordar a las colonias de leones marinos de la Costa de los Esqueletos de Namibia.
De las inquietantes playas sin gordos hay que desconfiar como de la gente que no encuentra placer en comer. Digo que el gordo en la playa alude a una presencia que, una vez superado el complejo, deviene en exuberante, feliz si queremos, y de alguna manera superior. En ellos hay una grandeza que no es solo física, más bien algo fenomenal que alude a una animalidad alcanzada por la vía natural, un desparpajo del que no disfruta el delgado. Si obvio la cuestión de salud, un gordo –¡una gorda!– en una playa supone una victoria prepolítica, no digamos ya un niño gordo que juega en el agua de la orilla en un espectáculo encantador, divertido, inocente, generoso y sonrosado como el de un bebé hipopótamo.
En la campaña de Igualdad se usa la imagen de unas chicas obtenidas sin su permiso. A una de ellas la han adelgazado: ¡estaba demasiado gorda! A otra, amputada de una pierna, le han añadido el miembro por medio del retoque de imágenes. La moraleja es que según Podemos deberían ir a la playa las gordas, pero no las cojas. La operación de estética (digital) de la campaña hace que cumpla con los mismos cánones de belleza que la propia campaña denuncia. Dicen que estas cosas se hacen mucho en publicidad, claro, y quién alguna vez no ha sentido la tentación de ponerle una pierna con Photoshop a un amputado. A estas alturas, dos piernas ya me parecen pocas.
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