Literatura
Estados Unidos, un país en busca de profetas
Un día, uno de aquellos «susurrantes» le prometió que si conseguía recluirse en el bosque y dormir con la cabeza pegada al suelo durante cuarenta noches, le concedería el don de ver el futuro
Hendrix Drive es una carretera sinuosa que transcurre plácida entre colinas moteadas de chalés unifamiliares. Hace algo más de un siglo, la zona era un bosque umbrío ubicado lejos del centro de Oak Ridge, en Tennessee, y el vecino que hoy le da nombre no soñaba siquiera con un reconocimiento así. John Hendrix llegó a finales del siglo XIX a aquel rincón del fin del mundo. Como muchos otros antes que él, lo hizo atraído por tierras baratas con las que dar un futuro a su esposa y sus cuatro hijos. Pero en 1900 las cosas se le torcieron. Ethel, su hija menor, de apenas dos años, comenzó a toser y a vomitar sangre. Le costaba un mundo respirar, casi no podía comer, hasta que al final falleció devorada por la difteria. Entonces Ann, su esposa, se encaró a John. Días antes de caer enferma, el granjero había castigado a su hija por una travesura y no podía quitarse de la cabeza que su severidad la había llevado a la tumba. Las peleas se sucedieron hasta que ella, harta, tomó a sus hijos y se embarcó en un tren hacia Arkansas para no volver jamás.
En aquella América profunda llena de colonos, buscavidas y buhoneros, John buscó consuelo en la religión. En Oak Ridge aún creen que el abandono lo enloqueció. Pasaba días sin atender sus responsabilidades, tenía la casa un estado lamentable, y –lo peor– vagabundeaba por el pueblo murmurando que unas «voces invisibles» le hablaban dentro de la cabeza. Un día, uno de aquellos «susurrantes» le prometió que si conseguía recluirse en el bosque y dormir con la cabeza pegada al suelo durante cuarenta noches, le concedería el don de ver el futuro. Y no solo el suyo, también el de su pueblo.
John, trastornado como estaba, lo hizo.
Cuando salió de su cuarentena aquel tipo ya no era el mismo. Hablaba en un tono oscuro, de agorero, que asustó tanto a su comunidad que terminó encarcelándolo con la esperanza de que un poco de jarabe de barrote le devolviera la cordura. No lo hizo. John escapó de su celda gritando que Dios la destruiría en menos de un mes. Y aquel fue su primer acierto como profeta. Un rayo la incendió hasta los cimientos.
Lo más increíble, no obstante, llegaría justo después, cuando Hendrix se dedicó a recorrer el pueblo anunciando en el colmado, o ante la iglesia, que aquel lugar iba a sufrir una tremenda transformación. «Os prometo que algún día Bear Creek Valley se llenará de grandes edificios y fábricas. Y que aquí se ayudará a ganar la guerra más grande que haya existido. Y que surgirá una ciudad nueva cuyo centro de mando estará entre las granjas de Sevier Tadlock y Joe Pyatt».
Por suerte, aquella locura fue aplacándose hasta transformarse en algo transitorio. De tarde en tarde sufrió algún «ataque de profecía» y volvió a declamar sobre la llegada de miles de personas a Oak Ridge, e incluso sobre palas mecánicas –que no existían en su época– y zanjas enormes. Pero el «profeta loco» se serenó, volvió a casarse y hasta tuvo otro hijo con su nueva esposa. La mala suerte quiso que contrajera tuberculosis y que falleciera en junio de 1915, siendo aún el hazmerreír de todo el pueblo. Fue enterrado en sus tierras. Ninguna iglesia lo quiso en su camposanto. Y su tumba, terminó por olvidarse.
Tuvieron que pasar 27 años hasta que alguien evocó otra vez el recuerdo del loco John. En 1942, con Estados Unidos metido hasta la médula en el conflicto que libraba Europa contra las fuerzas del Eje, el Departamento de Guerra de los Estados Unidos seleccionó aquel pueblo perdido para enriquecer, en secreto, Uranio 238. Confiscó 27.000 hectáreas de tierra y construyó, de la noche a la mañana, una ciudad para 75.000 residentes, entre ellos muchos de los ingenieros que tres años después tendrían a punto la primera bomba atómica. «La ciudad secreta», la llamaron. La ciudad que «vio» John Hendrix.
Hoy quedan en pie solo partes de aquellos edificios del Proyecto Manhattan. Como el complejo Y-12, o el K-25, convertido en un museo en el que, frente a una réplica de la «Little Boy» que lanzaron los Estados Unidos sobre Hiroshima, luce una placa que lo recuerda. Verla allí colgada este verano me hizo rastrear su historia hasta la tranquila urbanización de Hendrix Drive, y preguntar a sus vecinos si alguno sabía por dónde podía caer la tumba del viejo profeta. Para mi sorpresa, su recuerdo seguía vivo. La tumba emerge orgullosa junto a la carretera, justo entre dos casas, en medio de una alfombra de césped primorosamente cuidado, con solo su nombre y la fecha de su muerte. «Esa lápida es el punto y final de un sendero de meditación que hemos habilitado en su memoria», me dice uno de los vecinos, quizá descendiente de aquellos que se burlaron de él. Pongo cara de no entender, y el hombre, sentado en el porche de la casa de al lado, lo aclara de golpe. «¡Pues claro, señor! Hendrix fue un profeta. América está llena de ellos, y hemos abierto un camino en el mismo bosque en el que se convirtió en místico, para que otros sigan su ejemplo. ¡Los necesitamos!».
¿Necesita América nuevos profetas? La pregunta me da miedo y no la formulo en voz alta. Prefiero llevármela como recuerdo de ese Tennessee que profetizó el Proyecto Manhattan.
Javier Sierra es Premio Planeta de novela.
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