Grecia
El arte del simposio
El simposiarca, o «jefe del simposio», atenúa el vino con agua y modera la conversación, llevándola siempre hacia los amables asuntos de las musas
El «symposion», literalmente, el «beber juntos», era toda una institución en la antigua Grecia. Al caer la tarde, en una estancia apropiada de la casa, los hombres se reunían para una animada cena, acompañada del don de Dioniso, y hablaban sobre lo divino y lo humano. Y es que los griegos no bebían a solas. El alcoholismo alienado me parece un claro producto de nuestras sociedades industrializadas, más centradas en el individuo que en una idea de persona que se enmarque de manera armónica en un colectivo. El simposio era, en ese sentido, un curioso ejemplo de socialización por la vía de la «mezcla» moderada. Lo escribió François Lissarrague en su libro sobre la iconografía del simposio («Un flot d’images. Une esthétique du banquet grec»): la clave siempre está en la mezcla («krasis»), en la justa medida y el término medio. El simposiarca, o «jefe del simposio», atenúa el vino con agua y modera la conversación, llevándola siempre hacia los amables asuntos de las musas. Como dice Plutarco: «El vino, bien medido, anima la reunión y aviva el diálogo». Hay una amplia iconografía del banquete en la cerámica griega que atesoran los mejores museos del mundo.
Pero además de su valor social y su reflejo en el arte, había mucha literatura sobre el banquete. Y en las noches de verano de hoy podemos evocar felizmente los sabios textos del simposio clásico gracias a la guía de un sabio de nuestro tiempo, Carlos García Gual. Su reciente libro «Simposios y banquetes griegos. Diálogos de amor, vino y literatura» (Alfabeto) presenta un estudio literario y personal de estas reuniones de amigos de la antigüedad. En él recopila y comenta los cinco simposios que nos ha legado la antigua literatura griega: el más famoso de ellos, desde luego, es el «Banquete» de Platón, pero también está el de su condiscípulo Jenofonte. Y también aparecen los del ya citado Plutarco, el irónico Luciano y el erudito Ateneo. Es un panorama amplio, como recuerda el autor, que aúna los textos más clásicos y conocidos con otros más curiosos: «son variadísimas y pintorescas las ‘Charlas de sobremesa’ y el ‘Banquete de los siete sabios’ que escribió Plutarco, y las abigarradas charlas del ‘Banquete de los eruditos’ de Ateneo. […] ¡Qué lejos queda de ese mundo clásico el erudito Plutarco cuando plantea la cuestión de si es conveniente hablar de filosofía en los banquetes, y también Luciano, al presentar en una parodia satírica a unos filósofos vanidosos y peleones, en ‘El banquete o los lapitas’, en un pintoresco convite y una comilona que acaba en trifulca escandalosa!» (p. 20). Finalmente, se adereza el libro con una deliciosa selección de poemas simposíacos sobre amor y vino. La mezcla, de nuevo, es la clave del éxito de este convite, como de todo en la vida para los griegos: ya lo decía el poeta Arquíloco, «aprende la alternancia» como símbolo de la existencia humana.
Nos los recuerda muy oportunamente este libro: en la vida, como en el banquete, hay que saber «mezclar». La elección de los convidados es fundamental: combinar a nuestros invitados clásicos con los más modernos; lo intelectual con lo aparentemente superficial. La sabia alternancia era también un arte de Dioniso, a la sazón dios del vino y patrón del simposio: todo transcurre entre lo serio y lo jocoso. Entre arte, conversación, música…, como en otras asociaciones, fraternidades y compañías de la historia del ocio de bien. Se destaca ante todo la idea de moderación («sophrosyne»), bajo el viejo lema délfico de «nada en demasía». Recordemos unos estupendos versos de Eubulo, que recoge García Gual, con las reglas numéricas para el banquete ideal: «Sólo tres cráteras mezclo para los que son sensatos: trae salud la primera, la que se apura al comienzo. La segunda es de amor y placer. La tercera, de sueño. Y al tomarla los invitados sagaces regresan a casa. En la cuarta ya no ejerzo dominio, es de la insolencia. La quinta es del jaleo. La sexta, de los bailes callejeros. La séptima de los ojos morados. La octava de los alguaciles. La novena, de la cólera. La décima, del frenesí. La undécima, del delirio, que le derriba a cualquiera. Y si llenas muchas veces la misma copa aunque sea pequeña, acabará por echarte la zancadilla».
Y es que se pueden criticar, acaso anacrónicamente, muchas cosas del mundo clásico –el papel de la mujer, el esclavismo, la violencia etc.– pero ante todo hay que seguir aprendiendo de él. Entre otras cosas, la idea de moderación, pero también la apología del buen ocio –«scholé», en griego, «otium», en latín– frente al trabajo («ascholía», «negotium»). Un ocio sobre todo dedicado al intelecto en el banquete. Con ironía, buen humor y tertulias de sobremesa… el buen beber y el buen vivir en compañía de los amigos. Todas estas ideas del arte del simposio griego, que evoca García Gual, bien podemos intentar recuperarlas hoy.
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