Literatura
La mirada del rey curandero
El revuelo que provocó fue mayúsculo. Algunos analistas vieron en esas palabras la prueba de lo que llamaron «el hechizo Van der Post»
El Museo del Prado guarda un lienzo de considerable tamaño, obra de Juan Bautista Maíno, que en estos días me ha dejado meditabundo. Fue un encargo del conde-duque de Olivares para completar el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro. El poder pretendía conmemorar entonces una serie de triunfos militares y ahí encajaba a la perfección La recuperación de Bahía de Todos los Santos (1634-1635). Se trata de un óleo en el que puede verse cómo un soldado es atendido de sus heridas mientras las tropas del holandés Jacob Willekens levantan sus manos en señal de rendición. Lo que más llama la atención de la escena es el tratamiento que Maíno da a la imagen de Felipe IV. El rey aparece sobre un tapiz, en pie, con su bastón de mando en una mano y la palma de la victoria en otra, custodiado por la diosa Minerva y el propio conde-duque. Su mirada se dirige al espectador, observándolo con severidad.
Fue en 2010 cuando Víctor Mínguez, profesor de Historia, Geografía y Arte de la Universidad Jaime I de Castellón, publicó una interpretación del óleo aduciendo que, en realidad, era una alegoría del poder taumatúrgico que antiguamente se concedía a los monarcas. La idea de un rey-curandero, capaz de mitigar no solo las aflicciones del pueblo, sino también sus enfermedades físicas, es muy antigua y se extiende a los orígenes mismos del concepto de realeza. Se creía que emperadores romanos como Vespasiano eran capaces de devolver la vista a los ciegos con solo tocarlos. Y en la Edad Media, monarcas como Eduardo II Plantagenet bendecían cada Viernes Santo anillos medicinales (cramprings) para tratar espasmos y epilepsias. James Frazer, en su clásico La rama dorada (1922), llegó incluso a utilizar el término «reyes magos» para aludir a una tradición que arrancaría en la prehistoria, cuando la magia y el chamanismo generaron a los primeros líderes y, tras ellos, a los primeros monarcas. Reyes entre cuyas capacidades estaba la de curar mediante la imposición de manos o una mirada como la de Felipe IV.
Contra lo que pueda pensarse, no es ésta una idea que hoy haya desaparecido. El cuadro de Maíno me ha recordado estos días un episodio que Carlos III de Inglaterra protagonizó en el verano de 1982, cuando aún era Príncipe de Gales. Hacía solo un año que se había casado con Lady Di y la corona estaba resuelta a cincelar su imagen como futuro rey. En ese momento era importante que el heredero se vinculara a las instituciones más representativas del país y a alguien se le ocurrió que pronunciase el discurso de apertura de los actos del 150 aniversario de la Asociación Médica Británica (BMA). Sin encomendarse a nadie, Carlos redactó una intervención sorprendente. Ante los principales doctores del país reivindicó la figura de Paracelso, célebre médico suizo del siglo XVI, pero también astrólogo y alquimista que creía que la salud dependía en buena medida del control de «fuerzas cósmicas». Desde su atril, Carlos acusó a la medicina de haberse alejado de esa visión y pidió que escuchara a curanderos y «médicos espirituales» si quería sanar de verdad. Pero, sobre todo, reclamó respeto para aquellos que buscan la salud lejos de la ciencia moderna, anunciando que tarde o temprano les daremos la razón. «Tal vez solo tenemos que aceptar que es la voluntad de Dios que el heterodoxo esté condenado a años de frustración, ridículo y fracaso para el desempeño de su papel en el esquema de las cosas, hasta que llegue su día y la humanidad esté lista para recibir su mensaje», dijo. «Un mensaje que sabrá que proviene de una fuente mucho más profunda que el pensamiento consciente».
El revuelo que provocó fue mayúsculo. Algunos analistas vieron en esas palabras la prueba de lo que llamaron «el hechizo Van der Post». Laurens van der Post, quien fuera asesor político de Lord Mountbatten y Margaret Thatcher, se había convertido entonces en su «gurú» secreto. Cinco años antes, en 1977, lo llevó a Kenia para que experimentara un contacto íntimo, casi chamánico, con la naturaleza, inculcándole la idea de que la intuición y el sexto sentido fueron las principales herramientas que usaron nuestros remotos ancestros para evolucionar.
Al año de su polémico discurso –que dejó sin palabras a la directiva de la BMA–, el príncipe acudió a la inauguración de una nueva clínica, el Bristol Cancer Help Centre. Su director, el doctor Alec Forbes, era un controvertido miembro del Real Colegio de Médicos que no dudaba en mezclar los tratamientos tradicionales con las flores de Bach, la homeopatía o la meditación. Carlos volvió a asociarse entonces a lo taumatúrgico, como el Felipe IV pintado por Maíno, observando al mundo desde su dimensión superior. Pero esa visión le duró poco. En los años siguientes, la prensa denunció que el hoy rey de Inglaterra practicaba el espiritismo, usaba tablero ouija, acudía a sesiones de exorcismo y hasta había visto ovnis. La Casa Windsor debió ver esos titulares con preocupación y lo invito a que se desmarcara en algunas de sus intervenciones públicas más célebres –como la entrevista que dio con Lady Di a sir Alastair Burnet en 1985–.
Hoy desconozco si todo aquello fue solo un pecado de juventud o si la magia aún está impresa en el ADN del monarca. Yo, por si acaso, sabiendo que lo sobrenatural y la realeza son indisociables, no lo perderé de vista.
Javier Sierra es escritor y Premio Planeta de novela.
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