Historia

«Toda la noche oyeron pasar pájaros»

Celebramos, sí, la tarea constante, esforzada y difícil de siglos, pero todavía inacabada

Habían transcurrido 35 días desde que, el 6 de septiembre de 1492, zarparan de La Gomera. Una travesía bastante rápida si tenemos en cuenta que, hoy, un velero mediano, con buena génova y una mayor con sables, emplea 20 días en recorrer la misma distancia. Pero, ellos, no sabían nada de allende el horizonte y temían la inmensidad. De ahí que, la víspera del Descubrimiento, el Almirante anotara en el cuaderno de bitácora ese «toda la noche oyeron pasar pájaros», señal de cercana tierra. Al menos, así se transcribió en el diario que Cristóbal Colón entregó a los Reyes Católicos en Barcelona, con la petición expresa de que se hiciera una copia y se devolviera el original. Hay que pensarlo. En esas páginas estaban las claves de la ruta náutica que propició el acontecimiento más trascendental vivido por la humanidad, si descontamos el nacimiento de Nuestros Señor Jesucristo. Luego, es sabido, llegó el grito de ¡tierra a la vista!» y «puestos en tierra, vieron árboles muy verdes, y aguas muchas y frutas de diversas maneras». Y el Almirante llamó a los dos capitanes y «a los demás que saltaron en tierra, y a Rodrigo de Escobedo, escribano de toda la armada, y a Rodrigo Sánchez de Segovia, y dijo que le diesen por fe y testimonio como él por ante todos tomaba, como de hecho tomó, posesión de la dicha Isla por el Rey y por la Reina, sus señores».

Por abreviar, 59 años después se fundaba la Real y Pontificia Universidad de México, y en veinte años más España había doblegado el Pacífico y surgía, esta vez sí, en las Indias verdaderas, la ciudad de Manila. Con esto venimos a explicar que, hoy, en el Día de la Hispanidad, celebramos algo más que una gesta. Celebramos la tarea constante, esforzada y difícil, de siglos, de los españoles de las múltiples orillas. De los que nos precedieron y de los que vendrán. Porque la labor no está terminada, ni mucho menos. No se acabará hasta que ser periodista en México, conductor de guagua en Honduras, tendero en El Salvador, opositor en Venezuela, mujer en Bolivia, indígena en Chile, agricultor en Argentina, ecologista en Perú, profesor en Nicaragua o preso en Ecuador no conlleve el riesgo de perder la vida. Y nos vendrán con la milonga del genocidio, de la sed de oro, de la violencia y la inquisición los mismos que pasean por delante de las murallas de Cartagena de Indias, que se asoman al camino inverosímil que cruza los Andes, que miran, sin ver, la plaza mayor del Cuzco, la catedral de México, los murales barrocos de Tlascala, las calles alfombradas de flores en la Semana Santa de Ciudad de Guatemala mientras las casas de las viejas ciudades se llenan de ventanas con barrotes, tapias con alambre de espino, hormigueros de chabolas donde canta la lluvia triste en los techos de cartón, y ven con una indiferencia que raya el crimen cómo la impunidad avanza, vuelven enfermedades infantiles que se creían erradicadas, se destrozan los bosques y las buenas gentes huyen de su tierra no sólo buscando una vida mejor, sino un lugar donde no les maten. Son esos tipos, como Andrés Manuel López Obrador, que exigen un perdón imposible a los primeros constructores de su gran país, mientras la violencia campea por sus ciudades y el sistema judicial tira la toalla. Esos criollos ricos de tanta buena conciencia histórica que en el pecado llevan la penitencia. La de no poder pasear tranquilos por las avenidas, tan floridas y bellas.