Vino
Vino y civilización: entre religión y política
En nuestra tierra, tanto o más que la historia y las lenguas, nos une el vino como hermandad de sangre
Cualquier artefacto cultural que tenga más de 3000 años de vida merece nuestra atención. Tal es el caso del vino. Hay que amar la vid, que es historia y cultura de la humanidad, un patrimonio increíble que tiene seguramente muchos más milenios de historia de los que creemos. Y es que se pensaba que los primeros testimonios de la presencia del vino entre los humanos eran del quinto milenio, en los montes Zagros, un triángulo mágico que vio nacer algunas de las grandes culturas del antiguo Oriente. Pero hallazgos más recientes, en la zona de la actual Georgia, lo remontan al 8000 a.C. En todo caso, pronto se expandió su cultivo hacia la región sirio-palestina, Egipto, Anatolia y los Balcanes. Otro antiguo foco de civilización, el de China, conoció igualmente el vino en época muy temprana, según se desprende de los testimonios de fermentación de vides silvestres desde el cuarto milenio a.C.
Insondable es también su raíz lingüística, que evoca saberes, amores y divinidades primordiales. El vino fluyó en un río de antiguas palabras, desde raíces preindoeuropeas y presemitas, desde añejos manantiales históricos, y fue a desembocar de forma sugerente y paralela en lenguas como el asirio, el griego, el sánscrito, el hebreo, el antiguo egipcio o el árabe. En la Grecia antigua, que en realidad es nuestra patria profunda, el vino se eleva a la más alta y sofisticada cultura, la de la «polis»: el vino corre parejas con la política. Esta es una juntura que convendría estudiar desde el mundo clásico que engendra lo que somos hasta hoy. El vino –con su cultivo y su cultura– se torna elemento de cohesión sociopolítica: bajo la égida de Dioniso, el dios más importante de la antigüedad, suman campo y ciudad, mujeres y hombres, lo divino y lo humano.
Así se comentaba en un reciente y meritorio Primer Congreso de Teoría Política Clásica (octubre de 2022), organizado por un grupo de estudiantes de postgrado en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense. Bajo el signo de Dioniso los griegos fundaban la institución del «symposion», es decir, literalmente el «beber juntos» (vino, por supuesto). Y mientras se bebía se hablaba, en concordia cívica, de arte, cultura, política, sociedad. Algunas ponencias del congreso abogaban por recuperar aquella clásica concordia dionisíaca de la democracia antigua como remedio a la crisis de legitimidad de la democracia actual. Para los griegos el vino es con preferencia –y lo será para los romanos, que heredan esta pasión– filosofía y poesía. ¿Quién no recuerda los simposios platónicos, arte y pensamiento, o los versos de Anacreonte u Horacio? Luego heredan esa juntura persas y árabes: exaltan el vino como símbolo del verdadero conocimiento y disfrute de nuestra efímera existencia, desde Imru’ al-Qays a Abu Nuwas u Omar Jayyam. «In vino veritas».
Pero el vino no es solo poesía, filosofía y conocimiento: el vino es pura mística. Las religiones originadas en la cuenca oriental del Mediterráneo, región vitivinícola por excelencia, son hoy las más importantes del mundo y se basan en metáforas agrícolas de regeneración. El trigo muere y se hace pan; la uva, vino. Estos ciclos de plantas que se transfiguran por fermentación en algo nuevo y maravilloso se ven en la muerte y resurrección de esos «dying Gods» que estudió Frazer. Naturalmente, para nosotros son, por excelencia, Dioniso y Cristo. Los misterios orientales y griegos, antecedentes necesarios del sublime misterio de la Sangre de Cristo, giran en nuestro derredor sin solución de continuidad. «Yo soy la Vid verdadera», clama el Evangelio, pues la analogía vino-sangre es insustituible en la historia de nuestra cultura. Es nuestra Eucaristía civilizatoria. Y ello por no hablar del mundo hebreo o el islámico, sobre todo en su mística, pese a la paradójica relación con el vino de esta última religión: ¿cómo no recordar la metáfora del vino como sabiduría en el sufismo del murciano Ibn Arabi? El vino sagrado hermana al gran poeta sufí con nuestro San Juan de la Cruz.
Vino y religión. Vino y cultura. Vino y política. ¿Por qué no recuperar hoy esa añeja juntura? En nuestra tierra, tanto o más que la historia y las lenguas, nos une el vino como hermandad de sangre. España está surcada de sarmientos, vertebrada de vides, desde Navarra al Priorat, de la Ribeira Sacra a Jerez. Volvamos a pensar en el vino como metáfora política, nos cohesiona y nos sana. Que nuestras autoridades lo tomen como política de Estado. Que apoyen el vino, su industria y su cultura, ahora también en espléndidos museos. Que se visiten los muchos que recorren nuestra geografía, desde La Rioja (Briones) a Murcia (Jumilla). Allí, en la tierra nunca suficientemente ponderada de las 14 culturas –incluyendo la bizantina y la musulmana del citado Ibn Arabi–, se halla el estupendo Museo del Vino de Jumilla, con una exposición temporal sobre la mitología del vino que alberga temporalmente la colección de Evelio Miñano. Allí encontrarán vino redentor, cultura, amistad y simposio. A Dioniso y Cristo, los dioses del vino.
David Hernández de la Fuente es escritor y Catedrático de Filología Griega en la UCM.
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