Política

Indisciplina

Sigo prefiriendo debates abiertos y elocuentes a postureo partidario y lamentable culto al líder

Envidio la bronca informalidad que singulariza las sesiones de la Cámara de los Comunes en el Reino Unido. Ese griterío como de taberna portuaria, ese desgañitarse del speaker que ejerce la presidencia de la Cámara llamando al orden más o menos en el mismo tono que el personal, esa cercanía de banca corrida que refuerza la hermandad de los conmilitones –o debiera– y te hace sentir casi el aliento del adversario político, ese decírselo a la cara y aplaudir o abuchear sin miramientos, me ha parecido siempre la forma más sincera y eficaz de parlamentarismo. Más, si la comparo con la afectada impostura del Parlamento español, con ese toma y daca a los oídos sordos del adversario para regocijo de la bancada propia, que siempre aplaude y, salvo error, nunca rompe la rocosa unidad partidaria. En España el parlamentarismo hace tiempo que dejó de ser el territorio de la elocuencia y el talento, para convertirse en una caja de resonancia de lo obvio férreamente controlada por cada uno de los partidos.

En Westminster no hay disciplina de partido porque el principio democrático británico es que el diputado se debe a quienes le han elegido y no a la formación en la que se sienta. No le va ni el cargo ni la vida en seguir perrunamente al líder. Y eso se me antoja maravillosamente democrático. Hay algún pero, claro. Y es que de nuevo el llamado comité 1922, en el que están los diputados conservadores que no tienen cargos oficiales, los backbenchers que se sientan en las bancadas traseras y meten tanta bulla como pueden, ha vuelto a poner y quitar primer ministro sin consideración alguna a la Cámara y, desde luego, a la opinión de los electores británicos. Margaret Thatcher o Harold Wilson pasaron por la criba del Comité. Y Teresa May o Boris Johson tuvieron que terminar dimitiendo por las presiones y movimientos de ese poderoso grupo de diputados de la parte de atrás. Supongo que la raíz de su poder está en una suerte de reparto de responsabilidades: los que no están en el gobierno ordenan y mandan en el grupo parlamentario. Ellos convocan las primarias, pero ellos también maniobran contra sus propios primeros ministros cuando están en desacuerdo con sus políticas. Suena bien y es envidiable pero tiene esa derivada de escasa salud democrática que supone quitar y poner, cambiar y elevar a primeros ministros en beneficio propio olvidando parlamento y ciudadanos.

El caso del joven Rishi Sunak, hijo de inmigrantes pero perfectamente integrado en la élite política y económica, vuelve a reflejar esta insólita convivencia entre la feliz independencia partidaria que refleja eso de no seguir al líder hasta el punto de cargárselo abiertamente si hace falta, y la democráticamente cuestionable capacidad de maniobrar para cambiar liderazgos, gestión y compromisos políticos, sin encomendarse ni a dios, ni al diablo ni a los electores.

Pero, qué quiere que le diga, sigo prefiriendo debates abiertos y elocuentes a postureo partidario y lamentable culto al líder.