Política

Insoportable

El independentismo, antes, durante y después de Puigdemont, tiene un problema, no sólo con la unidad de España, sino con todo el Código Penal

El presunto diálogo entre Puigdemont y un enviado del Gobierno para buscar la forma de conciliar el final de la escapada de aquel con el escapismo infinito de Pedro Sánchez arroja sombras de extrema gravedad sobre un presidente que parece estar utilizando sus poderes para auxiliar a los delincuentes una vez más. Ningún miembro del Ejecutivo lo ha desmentido como es debido, y eso que la revelación, realizada por el fugado, le pone en lo que supondría un grave aprieto para cualquier gobierno democrático normal. Al nuestro, al parecer no le interesa serlo ni parecerlo, y, por eso, sigue adelante con su empeño de rebajar el delito de sedición, dentro de la estrategia de la llamada «desjudicialización» que comenzó con los indultos de la vergüenza. Pero se le empieza a acumular el trabajo, porque una investigación que se acaba de conocer de la Guardia Civil apunta que otro ex president de la Generalitat, en este caso Quim Torra, pudo haber diseñado una estrategia «subversiva mediante la violencia y la fuerza» que desembocó en las algaradas que tuvieron lugar en Cataluña a partir de agosto de 2018, aprovechando actos organizados por los Comités de Defensa de la República (CDR). Una investigación modélica que revela que pudo haber sido Torra el que marcó las líneas de actuación en una reunión secreta con tres líderes de los CDR que en estos momentos están procesados por la Justicia por pertenencia a organización terrorista. El plan consistía en una nueva declaración unilateral de independencia, la creación de una especie de CNI y la toma del Parlament durante al menos una semana. Una forma de dar un golpe de Estado que nos suena a todos, con el resultado fáctico de prolongados y muy violentos altercados callejeros que provocaron un enorme sufrimiento a una mayoría silenciosa de catalanes y aumentaron el irreparable daño económico del «procés». Por si no fuera suficiente, estos días también, la Fiscalía Anticorrupción, en un durísimo escrito de acusación, ha descrito la corrupción generalizada y sistemática de los distintos gobiernos de Cataluña, como una extensión perfeccionada e institucionalizada de la putrefacción protagonizada por antiguos dirigentes con su escandaloso caso de enriquecimiento ilícito. Una acusación formal que destapa la doble moral de quienes entre 2000 y 2015 planificaban la ruptura de nuestra nación apelando a cuestiones emocionales, mientras cometían todo tipo de irregularidades penales e intentaban transferir su propia culpa a base de lemas como el de «Espanya ens roba». Está claro que el independentismo, antes, durante y después de Puigdemont, tiene un problema, no sólo con la unidad de España, sino con todo el Código Penal y con la idea misma de regeneración democrática, porque la violencia y la corrupción están inscritos en el ADN de su proyecto desintegrador. Además de la sedición habría que inutilizar delitos como la agresión, los altercados, el cohecho o la prevaricación para mantener a salvo la impunidad del independentismo, que es el salvoconducto de los pactos de Sánchez, porque su Gobierno depende de partidos que, aunque cambien de táctica, nunca variarán una estrategia que consiste en debilitar al Estado y proclamar la independencia. Tiene razón Alberto Núñez Feijóo cuando asegura que los españoles no se pueden fiar de Pedro Sánchez y que no se puede pactar nada relacionado con el poder judicial mientras su único propósito sea intervenirlo para, por un lado, liberar a los enemigos del Estado, y, por otro, atar de pies y manos a quienes se niegan a aceptar semejante cosa. El problema más grave es que estamos ante un gobierno y un presidente que busca pactos con Esquerra y Bildu, cuyo objetivo confesado es demoler el orden constitucional.