Podemos

Bienvenido al club, Pablo Motos

El miedo a la muerte civil provoca que la crítica a Podemos sea cuidadosa o inexistente

Que lo que antes se llamaba Batasuna, ahora Bildu y siempre ETA es en el fondo lo mismo que Podemos resulta una verdad más allá de toda duda razonable. Lo que les ha diferenciado históricamente son las formas: los primeros amenazaban a los adversarios políticos con quitarles de en medio si no abandonaban el País Vasco y Navarra. Cuando osaban desoír sus mafiosescas advertencias, los asesinaban. El final físico venía precedido de una campaña de estigmatización que tenía como perogrullesco objetivo meter el miedo en el cuerpo a la víctima y su familia. Al empresario que se negaba a pagar el chantaje revolucionario, por ejemplo, lo involucraban falsariamente en el tráfico de drogas. Las jaurías de Pablo Iglesias operan con modus operandi similares con todos aquéllos que hemos osado llevarles la contraria; con quienes contamos y probamos que les financiaban la narcodictadura venezolana y la teocracia iraní; con los que destapamos sus machistoides y delictuosas frases sobre Mariló Montero; y no digamos ya con los que descubrimos desde Okdiario que había cambiado Vallecas por un casoplón de 1,2 millones en Galapagar. Lo que ha tenido que soportar un servidor es inenarrable. El día que los norcoreanos, los sicarios cibernéticos podemitas escondidos tras decenas de miles de cuentas falsas, no me llamaban «hijo de puta», me tildaban de «cabrón», y cuando no hacían ni lo uno ni lo otro se inventaban que estoy «loco», que me meto «de todo» y que soy un «maltratador». Llegaron incluso a publicar la dirección de mi casa y una foto de mi coche gracias al chivato Lacambra. Sus amenazas buscan, implícitamente, que alguien me dé un susto por la calle el día menos pensado. He de recordar también que el quinqui de Pablo Iglesias pidió la cárcel para mí en la primavera de 2019 siendo vicepresidente y que la ministra Irene Montero hizo lo propio cual cacatúa 24 horas después. La siguiente en ser linchada públicamente fue esa gigantesca periodista que es Ana Rosa Quintana. Las campañitas que le han montado son de un machismo recalcitrante y contienen un común denominador: su falsedad. Nadie salió a defendernos, unos por envidia, otros porque son rabiosamente podemitas, la mayoría por ese miedo que es libérrimo. Salvo honrosas excepciones, el periodismo patrio no tuvo en cuenta, siquiera por egoísmo, el poema de Martin Niemöller. El de «cuando finalmente vinieron a buscarme a mí no había nadie que pudiera defenderme». El último episodio de este matonismo bolivariano lo está padeciendo ese inigualable showman que es Pablo Motos. Desde el estercolero de twitter y desde los medios podemitas lo están poniendo a caer de un burro llegándole a imputar actos de «violencia machista» en El Hormiguero. Día tras día, todos a una, le lapidan en la plaza pública con bulos nivel dios. Le acusan de preguntar a Elsa Pataky por su ropa íntima cuando la actriz fue precisamente a su programa para promocionar una marca de bragas. Lo peor de todo es que esta montería contra Pablo Motos, en la que se incluye al streamer gallego El Xokas al que atribuyen actuaciones por cierto idénticas a las de Pablo Iglesias, se ha vehiculado en paralelo a través de dos spots del Ministerio de Igualdad que nos han costado a los contribuyentes 1 millón de euros. En cualquier país serio, la profesión se uniría para hacer frente a estos facinerosos. Aquí todos se hacen los suecos. Nadie quiere líos. El miedo a la muerte civil provoca que la crítica a Podemos sea cuidadosa o inexistente y que ningún juez se atreva a meter mano a sus fechorías. Tuvieron buenos maestros: Chávez y Maduro, dos sanguinarios sátrapas.