Inmigración

Polizones de la esperanza

Allá van sobre el metal del timón y el ronroneo de la máquina y forman parte de la legión de Ulises inversos que pelean no por llegar a casa, sino por salir de ella

Apunté en mi cuaderno que aquella noche en Madrid salió la luna con brillo de charco de fondo de patera y blancura de estela de barco fantasma. Habíamos conocido que tres inmigrantes viajaron 11.000 millas desde Nigeria hasta España sobre el timón de un petrolero como polizones de una esperanza descabellada, jonases de su propia miseria.

Ha sucedido más veces. Sobre la pala del timón de los grandes barcos se abre un pequeño espacio en el que cabe un hombre depende cómo. Allá van a merced de las tempestades, el frío, la falta de comida y la mala fortuna que en la mar hace su agosto en cadáveres y almas perdidas.

Allá van sobre el metal del timón y el ronroneo de la máquina y forman parte de la legión de Ulises inversos que pelean no por llegar a casa, sino por salir de ella. Me estoy acordando de los niños ucranianos del paso Donohurst cuyas madres habían pintado en los flancos de los coches la palabra «niños» escrita en ruso para que el batallón Wagner no les disparara. Viajaban con la ventanilla abierta para que los snipers que poblaban los bosques junto a la carretera les vieran su careto de niño de la guerra, que es siempre el mismo careto. Y ese miedo que tenían que les impedía bajarse de la furgoneta en las gasolinera de Francia. Recuerdo a los tipos de Kabul que se agarraban al tren de aterrizaje de los aviones cuando Estados Unidos se fue de najas de Afganistán. Y al niño Amin, que salió de los bajos de un camión en el puerto de Tánger una tarde de temporal de Poniente en el estrecho y tocó en el cristal de la ventanilla de nuestro coche cubierto de grasa negra, de mocos y de frío.

La desesperación es una emoción que adquiere magnitudes mesurables. Se puede medir cuánto saltó aquel para huir del peligro, cuántos kilómetros corrió el otro para avisar a un médico, cuánto aguantó sin respirar aquel que buceaba buscando a su hijo, y cuántas millas navegaron estos cuatro abrazados al timón de un petrolero.

Anda apurado el ministro del Interior pues le acusan de mentir acerca de dónde cayeron los muertos de la frontera de Melilla. El debate va de si murieron más acá o más allá, si en territorio español o marroquí. Ahora a los muertos les pasan el VAR y las cámaras deciden si falleció dentro o fuera de España como los saques de Nadal.

Van los muertos como pelotas de tenis, pero la tragedia de Melilla trae otras contradicciones y otros horrores a los que nos enfrentamos, por ejemplo, este: si mil tipos armados con palos y piedras asaltan una frontera, ¿qué debe hacer un país? Ese sonido que se escucha es la nueva izquierda haciéndose vieja pensando en si es que tiene que haber fronteras, y si tendrá que haber también una manera de protegerlas.

Me estoy acordando de la polémica por las concertinas, aquel lío en el que en la izquierda de la izquierda e incluso en el sanchismo de las primeras lluvias se abogaba por un mundo sin fronteras, sin Ministerio de Defensa y sin policía. Ahora andan preguntándose lo que hay que preguntarse dolorosamente: si transigir ante los intentos de entrada en este bendito país, en realidad crea más intentos de entrada, más padres de familia asfixiados en los camiones, más madres muertas con su bebé entre los restos de una balsa hinchable, más tipos aplastados en el Barrio Chino. ¿Acaso unas fronteras más permeables no provocan más muertes? ¿Una valla más alta en Melilla no les habría salvado la vida?