Política

En los límites de la realidad

Tener la legitimidad, porque la tienen como mayoría, no les da la razón. Lo que es legal no es necesariamente bueno. Ni democrático si nace con la perversión de los reglamentos en beneficio propio

A Eduardo le irrita sobremanera la frívola utilización de lenguaje y conceptos que despliega la clase política en general y en particular el frente amplio de izquierda y nacionalistas de derecha que soporta la mayoría de gobierno. Bueno, en rigor, soportar, la soportamos todos, pero digamos que quien la sujeta, la base en la que apoya su acción y legitima sus despropósitos es esa amalgama de partidos que intercambia con el PSOE regalos y bendiciones.

Pero esta semana, la irritación le ha subido de grado. Y es un hombre tranquilo, créame; un observador lúcido y sereno que admira la inteligencia y busca la justicia. Con sus imperfecciones, pero se define cabal. Y creo que lo es.

Por eso los sucesos protagonizados por los políticos de gobierno y oposición esta semana, particularmente en la sesión del Congreso del jueves, le han subido la bilirrubina y le han activado las hormonas del sistema inmunitario que sacan de él el cabreo como mecanismo de defensa.

Lo peor ha sido, claro, que se apruebe con urgencia, o sea, hurtando al Parlamento un debate serio sobre materia tan relevante, la reforma del Código Penal que acaba con la sedición y reduce la malversación. A la vista de lo que ha dicho también esta semana el fiscal anticorrupción, vamos a ver un desfile de corruptos salir del juzgado sonrientes, más numeroso aún que el de violadores que se libran de la cárcel o vuelven a su casa. Mejor lo tendrán los políticos catalanes, independentistas claro, a quienes se va a librar incluso del incómodo trámite de ser condenados, puesto que se les juzgará con arreglo a la nueva ley, que para eso se hace. Lo peor, se repite Eduardo, es que se prepare a la carta y se apruebe sin debate una ley que beneficia a un grupo reducido de personas.

Lo más inaceptable, en fondo y forma es eso, o así le parece. Pero no tiene semejante afrenta la exclusividad de su notorio cabreo. A Eduardo le ha parecido lamentable que se quienes han hurtado al Congreso un debate democrático utilicen artillería gruesa contra un Tribunal de garantías como es el Constitucional, sólo porque existe la posibilidad de que decida contra sus intereses. Dicen que es una intromisión antidemocrática en el poder legislativo, cuando aún tienen humeantes las pistolas contra las que ellos han disparado a ese legislativo, a ellos mismos. Criticar al Constitucional –de garantías, repito– porque podría pronunciarse en contra no de la Ley, que no es esa la cuestión, sino de la formalidad de su trámite, es acusar al bombero de incendiario por estar frente a las llamas, como es su obligación. Ellos son los que se han entrometido en el poder legislativo al utilizar su mayoría para despojar a ese poder de su esencia misma, que es el debate. Tener la legitimidad, porque la tienen como mayoría, no les da la razón. Lo que es legal no es necesariamente bueno. Ni democrático si nace con la perversión de los reglamentos en beneficio propio. Se quiera o no se ha legislado para unos pocos por la vía de urgencia sin explicar por qué. Lo permite el reglamento, recuerda Eduardo que balbuceó el jueves Sánchez cuando le pidieron que explicara la urgencia.

Todo en el fondo es una perversión de conceptos y lenguaje cuyo único fin es el beneficio político de sus impulsores y quién sabe si el personal.

Una mayoría parlamentaria que decide arrebatarse a sí mismo su identidad al sustituir el decreto urgente por el debate democrático no tiene autoridad moral para acusar a nadie de ir contra la democracia. Una mayoría parlamentaria que acusa a un Tribunal de garantías de golpista cuando amaga con ejercer su función, muestra un incontestable poso antidemocrático.

Piensa Eduardo que la frivolidad, la banalización de la política, la escalofriante perversión del lenguaje, de conceptos como democracia, golpismo, fascismo o justicia, es un ejercicio de la política altamente peligroso. Y todos están jugando a ello: los que despachan las críticas con lo de derecha mediática, las decisiones incómodas con derecha judicial –es interesante ver cómo ha calado eso de derecha judicial sin que exista su izquierda, porque los de ese lado son «progresistas»–, o los que ven en el gobierno y sus aliados una peligrosa reproducción de las repúblicas bananeras o el estalinismo del siglo XXI.

No cree Eduardo que sea para aplaudir lo que ha hecho el PP de implicar directamente al Tribunal Constitucional en el debate sobre las reformas de la infamia, pero esa acción filibustera no resta gravedad al cambio legal a la carta, ni relevancia a la desaforada reacción contra el Tribunal Constitucional.

Esta deriva, en los límites del juego democrático, ha provocado más tensión, más carga emocional y, por tanto, menos criterio, en una clase política que, con pocas excepciones, parece incapacitada para gestionar estos tiempos de crisis.

Lo malo es que, al menos Eduardo, no encuentra respuesta a las dudas. Tenemos lo que tenemos, y el margen es el que marcan las urnas y una Constitución que sigue vigente pese a sus muchos enemigos y al poder creciente que acumulan. Tanto, se duele Eduardo, que son ellos hoy los que marcan el paso a un gobierno presidido por un partido constitucional, que debilitado hasta la anulación, ha entrado en la dinámica perversa de echar mierda sobre el Tribunal que tiene que vigilar su vigencia.

Hasta ahí hemos podido llegar.