Política

¿Son recuperables?

Algo avanzaríamos si los tildados de «filoetarras» se desprenden de ese epíteto con hechos y de verdad o son tributarios de un mundo que no quieren abandonar

Los países golpeados por el terrorismo nos enfrentamos al «día después» a qué hacer con el terrorista que deja las armas. La pregunta es tan genérica que quizás no sea tomada siquiera en consideración, entre otras razones porque hay que matizar mucho: no es lo mismo el terrorismo derrotado, que el que cesa tras largas negociaciones; tampoco el tratado como delito –cuestión de policías, tribunales y garantías jurídicas–, que el ventilado como un enfrentamiento armado que incumbe al ejército. En fin, no es lo mismo el terrorismo sin otra proyección que la ideología de sus miembros que aquel que cuenta con apoyos sociales o políticos.

Esa complejidad la confirma España. Hemos sufrido el terrorismo de exclusiva raíz marxista (GRAPO, FRAP) o aliñado de independentismo (Ejército Guerrillero del Pueblo Gallego Libre, Terra Lliure, MPAIAC, las distintas clases de ETA hasta la ETA sin más). A esto añádase el terrorismo de la extrema derecha (ahí está el no siempre claro mundo del Batallón Vasco Español, Triple A, Guerrilleros de Cristo Rey) o, en fin, el GAL de lamentable cuño gubernamental. Aparte de la adscripción a un bloque político o ideológico, todos coinciden en el dolor causado, en habernos amargado la Transición y si hablamos de ETA la amargura ha durado hasta hace dos días. Cada uno ha tenido su propio fin por extinción, disolución o desmantelamiento policial, más la historia de cómo sus integrantes han ido llevando su vida una vez excarcelados.

Me centro en estos, los excarcelados y no rehúyo una pregunta, aun a riesgo de que se califique de candorosa: ese exterrorista ¿es recuperable para una vida política normalizada? No me refiero tanto al que ha purgado sus delitos y desaparece en una vida anónima, aunque le jaleen al regresar, como en el que se recicla en la vida política y sigue en lo que para él es la lucha política «por otros medios». No entraré en experiencias ajenas de reciclajes llamativos –Úlster, Colombia, Chile–, porque cada país tiene su circunstancia, y concluyo que quien han sido terrorista no puede tener voz en la vida política, aunque abandone la violencia: repugna a la idea de justicia y respeto a las víctimas. Ya le vale con salir de la cárcel y rehacer una vida –la suya– que también destrozó.

De intentar ese salto a la política la mejor respuesta sería el rechazo electoral, máxime si no ha mediado ni un repudio real –no táctico– de su pasado ni ha reparado el mal causado. Y si recibe apoyo habrá que pensar que quien tiene un problema y grave –sobre todo moral– es un electorado que apoya a exterroristas o aquellos partidos que lo asumen como un pariente de la misma familia ideológica, más o menos próximo, y que incurrió en excesos.

Distintos son los partidos que por participar del mismo ideario son calificados como sucesores de tal o cual grupo terrorista. Y he planteado esa pregunta para ver si es posible salir de una guerra de epítetos, de un bucle que a nada conduce, envilece la vida política, impide avanzar y nos anega en una guerra de posiciones; un tipo de guerra ésta en la que de tanto oír expresiones como «filoetarras» o «filoterroristas» se corre el riesgo de que a golpe de relativismo y de hastío, se vaya generando una piel gruesa, insensible o, simplemente, que sean expresiones que acaben diluyéndose al responderse con otras neutralizantes, las más al uso son «ultraderecha» o «fascista».

En una vida política normalizada, la soportabilidad de esos partidos dependerá de si media una desvinculación sincera de la violencia o llevados de un tactismo repudiable, «ahora toca» seguir la lucha con métodos políticos, pero todo puede revertir. En España hubo reciclaje positivo de exmilitantes de Terra Lliure que pasaron a ERC tras su expreso rechazo de la violencia y que permitió un gobierno tripartito catalán en 2003, un camino que se quiso trasplantar, mejor dicho, precipitar, al País Vasco y quedó dinamitado con el atentado de la T4. ETA era –¿es?– otra cosa, por la magnitud del daño causado, por los intereses y apoyos que concitaba y porque el «concepto» de ETA era algo más que los comandos, era también todo un entramado político, económico, financiero, social y ciudadano que intuyo vivo.

Algo avanzaríamos si los tildados de «filoetarras» se desprenden de ese epíteto con hechos y de verdad o son tributarios de un mundo que no quieren abandonar; si real y sinceramente les interesa, en sus manos está avanzar en esa normalización como está en las de los que cuentan con su apoyo político exigirles ese paso de indispensable decencia más que política. Todos saldríamos ganando si salimos de este bucle, si avanzamos y, puestos a avanzar, nos planteamos cómo arreglar el estropicio institucional que sufrimos. Pero esto queda para otro día.