Violencia de género

Sin miedo

Cuando la violencia rueda no la va a detener sino la firmeza y el castigo de las leyes en una sociedad que no tolere ni un pelo de desprecio

Amalia tardó mucho en perder el miedo. Los ojos asustados de Jesús, su hijo pequeño, cuando su padre le amenazó con abofetearle a él también si no salía del dormitorio en el que acababa de ser inesperado testigo de la enésima escena de humillación y violencia, quebraron la pared infranqueable entre el dolor y la denuncia. Llevaba tiempo sufriendo, pero el miedo a la soledad o la pobreza, y una autoestima casi inexistente por años de erosión, pesaban demasiado. Más aún que los golpes. Ella no era nadie y nadie sería sin la sombra de quien había pasado de ser refugio a pesadilla.

Lo pasaba ella sola. ¿A quién le iba a decir que él, profesional asentado e influyente, era en realidad un monstruo violento? No había amigas en el barrio elegante al que se habían mudado meses atrás, y no fue capaz de mantener lazos con las que tuvo en otro lugar y otro tiempo. Tan lejano ya, tan añorado. La conciencia de que él había conseguido alejarla de lo que fue su mundo le llegó también tarde, cuando ya no había remedio.

En su cárcel de amor, cargada de miedos, asumió insegura su derrota. A todo se adapta una, llegó a decirse, y buscó en su hijo Jesús el oxígeno que le permitiera vivir sumergida en el océano de tristeza en que se convirtió su vida. Él fue la luz y era su consuelo. Verle crecer, la esperanza de una vida mejor que no sería la suya, pero le haría aún más feliz.

Cuando leía en la prensa o escuchaba en la radio esa derivada infame de la violencia machista que llaman vicaria y que tiene como víctimas a los hijos, sentía una punzada que sumar a sus heridas, pero inmediatamente se decía que a él nunca le había tocado y que, por fortuna, el niño tampoco sabía de violencias en casa. Jamás lo hizo estando él, y mucho menos ante sus ojos.

Se decía además, ante aquello, que no era tan fácil denunciar como parecía presentarse en los medios, que con buenas intenciones y solidaridad no se arreglan las vidas rotas de las mujeres agredidas, y que hasta el castigo a los que cometían ese delito hacia alguien a quien un día dijeron amar, no estaba en proporción con el mal que causaba. Sólo la muerte, la extrema consecuencia de esta violencia, parecía movilizar conciencias y leyes. Pero ella, como tantas otras, no quería morir, sino todo lo contrario, vivir, crecer, ser alguien, quererse.

¿Qué haría ella una vez que denunciaba? ¿Qué sería de su vid? ¿Y de la de Jesús? Sin recursos, sin posibilidades, solo con las ayudas públicas que a saber cómo y cuándo llegan, ¿no terminaría también perdiéndolo a él?

A todo se adapta una, sí. Y terminó haciéndolo. No se atrevió a buscar las respuestas a esas preguntas y a sus miedos y se dejó llevar por la corriente asida al flotador del presente y el futuro de su hijo.

Pero aquel día en que los ojos de Jesús mostraron todo el terror que puede albergar el alma de un niño amenazado por quien jamás había hecho algo así –«lárgate de aquí porque si no te pego a ti otra hostia que te reviento»– sintió que la amenaza había sobrepasado la linde de lo que ella misma consideró soportable. La verdad de aquella mirada acabó con el caparazón de autoengaño que se había construido para sobrevivir. Con el niño amenazado, con la certeza de que él también había empezado a ser víctima del terror, Amalia supo que no había más salida que saltar sobre los miedos, coger a su hijo y escapar de allí antes de que ya no hubiera remedio.

Y lo hizo. Y se encontró que no estaba tan sola. Y pasó un duelo de penurias y hasta vergüenza, como si ella fuera culpable de su desgracia, y resistió las amenazas de él, que finalmente tuvo que afrontar un proceso y no se libró ni de la sanción penal ni del castigo social.

De aquello hace ya tiempo. No tanto como para no sentir aún el escozor de las heridas y algún miedo imbatible a la vuelta atrás. Hoy ve crecer a Jesús sin amenazas. También sin padre, pero nada es perfecto. Ni nadie libre de riesgos o dolor.

Escucha en la radio que solo en diciembre cuatro mujeres han muerto.

Piensa Amalia en lo que ha sufrido. Lo que sufren miles de mujeres antes de salir en la prensa como víctimas. Y no tiene claro si existe de verdad conciencia. Porque un «tú que sabes» de público desprecio, o un ataque inesperado de celos, o el control de las llamadas a un teléfono –cuántos adolescentes no han normalizado esa práctica–, son la fiebre que indica los síntomas del mal. Y aquí no caben emplastes ni bálsamos. Cuando la violencia rueda no la va a detener sino la firmeza y el castigo de las leyes en una sociedad que no tolere ni un pelo de desprecio.

Abraza a Jesús. Ellos ya son libres. Y se pide a sí misma para el 23 que empieza, que lo sea también, que se expanda como lluvia fina esa conciencia de que todos podemos y debemos ponerle remedio a la violencia contra las mujeres.