Egipto

La magia egipcia necesita oscuridad

Se hizo un silencio reverencial y todos, sin excepción, nos olvidamos del lío ante la poderosa sensación de que las viejas piezas que nos recibían empezaban a susurrarnos sus secretos

Nunca olvidaré mi primera visita al Museo Egipcio de El Cairo, en el verano de 1995. En la fea plaza de Tahrir hacía un calor sofocante y el grupo de turistas en el que viajaba se había enzarzado en una discusión estúpida sobre a qué autobús –íbamos dos en la expedición– debía subirse el guía. La situación estaba a punto de derivar en crisis. Lo vi. Pero algo, una extraña magia, obró sobre aquellas noventa personas en cuanto cruzaron el umbral del Museo. Fue muy raro. Los nubarrones desaparecieron de golpe. Se hizo un silencio reverencial y todos, sin excepción, nos olvidamos del lío ante la poderosa sensación de que las viejas piezas que nos recibían –120.000 según las cifras oficiales– empezaban a susurrarnos sus secretos.

Un tiempo después, en 2002, coincidiendo con el centenario de ese edificio neoclásico, escuché por primera vez que aquella «cueva sagrada» estaba condenada a desaparecer. Temblé. El Museo Egipcio es al país del Nilo lo que El Prado a España. Aunque viejo, con sus cartelas desfasadas, sus decimonónicas vitrinas de madera de las que se han perdido hasta las llaves, sus goteras y sus grietas, tiene «algo» que es difícil de explicar. Quizá sea su atmósfera antigua. Oscura incluso. Quizá sea culpa de los muchos ojos de piedra que te contemplan. El caso es que allí bisbisean historias la paleta de Narmer, las estatuas sedentes de Kefrén, el misterioso sarcófago de diorita de Diodefre, el escriba sentado, y hasta un trozo de la barba de la Esfinge que un buen día me mostró Nacho Ares, uno de mis mejores amigos, camino del servicio de caballeros.

Hasta hace bien poco, la gran atracción del lugar eran los tesoros de la tumba de Tutankamón. No estaban todos. Solo podían verse un tercio de los descubiertos en 1922. Pero eran más de un millar los objetos pequeños y grandes, de oro, piedras preciosas, tela o madera, que se disponían como en un bazar e invitaban a imaginar cómo era la vida de un rey egipcio de hace treinta y tres siglos.

Hoy muchas de esas piezas ya no están. Se van moviendo discretamente a su nuevo destino. Tras dos décadas de obras, retrasos, excusas y evidentes signos de incompetencia administrativa, el lugar llamado a sustituir a la «cueva» de Tahrir está a punto de abrir sus puertas. O eso dicen. En Fitur, la semana pasada, volvieron a oírse rumores de inauguración. Y yo, que llevo dos décadas escuchándolos, no sé ya si creérmelos.

Fue hace siete años exactamente cuando empezaron a trasladar el tesoro de Tut. Las camas del faraón, algunos cofres y bustos, viajaron entonces a los tecnificados sótanos del GEM (Grand Egyptian Museum) para ser restaurados. Se nos aseguró entonces que en 2018 el recinto abriría sus puertas y que podríamos ver expuestos, por primera vez en la Historia, sus más de cinco mil piezas. No ocurrió. Las obras continuaron. Incluso recibieron alabastro aragonés para revestir sus paredes. Y en el Fitur de 2019 volvió a repetirse la promesa. Luego llegó la pandemia. Nadie preguntó por el GEM. Y en 2021 volvimos a recordarlo cuando trasladaron a sus instalaciones la gran barca solar de Keops que, desde 1985, había estado expuesta en un feo cobertizo junto a la cara sur de la Gran Pirámide.

Nacho Ares, que además es egiptólogo y mi mejor fuente de confidencias arqueológicas, me cuenta que el plan del GEM es colocar el tesoro de Tut en una estancia de cinco mil metros cuadrados, sin columnas, y dejar en Tahrir a Narmer, Kefrén, Diodefre y al escriba. Las autoridades egipcias pretenden lo mismo que el Reina Sofía consiguió «secuestrando» al Guernica. Muchos lo recordarán. Aunque Picasso cedió su pintura a España a condición de que fuera El Prado quien la acogiese, el Reina se lo llevó para labrarse una reputación que no tenía. Con el GEM pasará lo mismo. En Egipto saben que sin Tut pocos se arriesgarían a perderse en un edificio de 63.500 metros cuadrados que pondrá a prueba la resistencia física de sus visitantes.

El GEM, por supuesto, iba a abrir también sus puertas el año pasado. Pero tampoco ocurrió. Se lanzó entonces el rumor de que, coincidiendo con los cien años del descubrimiento de la KV62 con los restos del «faraón niño», se inauguraría. Y que lo haría con una ceremonia fastuosa en la que incluso se estrenaría una ópera dedicada a Tutankamón. Nada de eso ha pasado. Y ahora que otro Fitur se ha ido y Egipto ha vuelto a prometer lo mismo para 2023, me asaltan dudas extrañas, nuevas, para las que no tengo respuesta: ¿tendrá ese nuevo edificio, que será el mayor del mundo dedicado a los restos de una sola civilización, el mismo poder hechizante del viejo museo de Tahrir? ¿Estarán lo suficientemente cómodas allí las piezas como para seguir susurrando sus historias? ¿O ese edificio hipermoderno, grande como la megaterminal de un aeropuerto, luminoso y aséptico, les robará poder de seducción?

Llámenme antiguo, pero sospecho que para silenciar a un grupo de turistas alterados como aquel de mi primer viaje, hará falta que los tesoros de los faraones estén en penumbra. Y esa penumbra secular, casi sagrada, me temo que no se la espera en el GEM.

Por suerte, siempre nos quedará la «cueva sagrada». Ya le han confirmado a Nacho –¡inshallah!– que no la van a cerrar.

Javier Sierra es escritor y Premio Planeta de novela.