Isabel Díaz Ayuso

Universitarios

No se trata de defender los escraches, pero sí de mantener la esencia de las instituciones. La universidad tiene que ser incómoda al poder. Es su carácter

Algunos días encontrabas en la puerta policías a caballo. Estudiaba ciencias de la Información cuando aquel uniforme beige de la policía nacional, que dejó entonces de ser gris, sirvió para acuñar el apodo de «maderos». Era una facultad de agitación y asambleas en un tiempo de transición a finales de los 70. Unos queríamos que aquello fuera rápido, teníamos prisa y hambre de democracia. Otros preferían caminar pasito a pasito, mirando más al futuro que al presente.

Los de la urgencia recibíamos más palos, como es natural. Los maderos eran más modernos que los grises, pero atizaban igual de fuerte con aquellos chasquidos secos de la porra colisionando contra el cuerpo estudiantil, en el sentido literal del término. Clac, clac, golpes secos que dejaban huella de cardenales que a menudo exhibíamos como revolucionarias heridas de guerra. El alumbramiento de la Constitución puso a todos a la misma velocidad y los apresurados entendimos que había sido mejor la «opción reforma» aunque los capitanes fueran hijos del Movimiento, con mayúsculas. Pero en la Universidad se siguió discutiendo, se siguió protestando, se siguió en aquello que se llamaba «la lucha» hoy tan en desuso.

Universitarios fueron los que se plantaron ante González en la Autónoma de Madrid, allá por los primeros 90, llamándole chorizo y ladrón, y anunciando el fin de una era. Universitarios fueron los que protestaron ante Aznar, ante Rosa Díez, ante Zaplana... Ante el mismísimo Pablo Iglesias al que llamaron «vendeobreros». La Universidad nunca ha sido un territorio fácil para los políticos, y en particular para el poder. Y es su papel. Nos guste o no, nos moleste o nos sorprenda, está en la esencia de la Universidad y es su función social aunque no escrita, cuestionarse todo, revolverlo todo, pensar y repensar el mundo para encontrar caminos.

Aún en estos tiempos de radicalismo zafio, de banalidad intelectual y de proclamas por encima de las ideas, uno quiere pensar que la Universidad –pública, privada, mediopensionista– es el lugar en el que se debate y batalla. Yo estoy con mi admirado compañero y amigo Ángel Expósito en que chirriaba ver semejante cordón de seguridad en la Complutense el día de la coronación universitaria de Ayuso. Eso de entrar en tu facultad pasando por el filtro de un código QR me pareció una suerte de sarcasmo. Meter esa frontera electrónica y moderna en una institución tradicionalmente abierta es como arrebatarle el alma. Hacerlo por razones de seguridad, una especie de amarga broma.

No se trata de defender los escraches, pero sí de mantener la esencia de las instituciones. La universidad tiene que ser incómoda al poder. Es su carácter. Ejercer la libertad es también tener los arrestos para escuchar lo que no te gusta. La agitación es un deber universitario. ¿Que puede derivar en violencia? No es deseable, pero posible. Y hasta frecuente. Pero hay formas de cortar esas acciones, de limitar la protesta, de gestionar la propia universidad, el tarro de sus esencias. No hace falta poner barreras, no evitan las corrientes las puertas al campo. Hay mecanismos de vigilancia y control propio. Pero sobre todo hay que escuchar, debatir y saber que si uno va a la Universidad no va de paseo o a inaugurar una planta industrial.

El día en que esa institución esté muda, ni agite ni proteste, habremos empezado a perder el mapa del tesoro de los cambios por venir.