Con su permiso

Las amistades peligrosas

El PP se dio cuenta demasiado tarde. La toxicidad del compañero de viaje presente y potencialmente futuro empezó a actuar frenando el esperado ascenso

La victoriosa derrota de Feijóo le recuerda a Gerardo esas paradas musicales con que algunas culturas despiden a sus muertos. En Nueva Orleans, esa ciudad en la que las mujeres levantan sus camisetas para mostrar los pechos en el «mardi grass» el martes de grasa que precede al miércoles de ceniza, los funerales se celebran a golpe de viento y metal, con música de jazz y rítmicos bailes de vieja raigambre tribal.

Siempre le ha parecido un contraste tan vivo como peculiar. Lo mismo que esa especie de fiesta con la que los familiares del finado obsequian a los invitados al entierro en la cultura anglosajona. Después del adiós en la tumba, van a casa de la familia a darle su apoyo y picar y beber algo.

Los mediterráneos somos más de llorar nuestra congoja y recibir plañidos y pésames. Cualquier celebración o fasto que no destile dolor es considerado inconveniente.

Pues bien, a Gerardo la victoriosa derrota de Feijóo, intoxicado por el veneno de las malas compañías, le ha recordado esas celebraciones fúnebres envueltas en música y regadas de vino y pastelitos.

No es exactamente un funeral, en política los actores sólo mueren cuando se van o los echan y no siempre, pero hay una pérdida y dolor por lo que pudo haber sido y no fue.

Es lo malo que tienen las ensoñaciones y los propósitos cuando se anticipan como verdades, que además de frustrarte, te comen la energía y te dejan el alma anonadada y mustia.

Feijóo salió al balcón de Génova mientras sonaban las notas tristes de una despedida y parte del público interpretaba el vals de Ayuso como una cuña de sal en la herida caliente de la victoriosa derrota.

A Gerardo le parece que esa nota disonante puede querer decir algo, pero probablemente se equivoque.

De lo que está seguro es de que alguien no midió, empezando por él mismo, el grado de toxicidad de los compañeros de viaje de la extrema derecha.

Y eso que dieron pistas suficientes de por dónde iban. La campaña de Vox, de la que se apartó de manera deliberada y muy consciente a los personajes menos radicales del partido, como Espinosa de los Monteros, fue una auténtica exhibición de insignias ultras, como llamar moritos a los inmigrantes de quienes se supone que protegerían a los españoles, o negar reiteradamente la violencia machista o la evidencia del cambio climático. Por no insistir en su terca pretensión de acabar con las redes de igualdad, salirse de acuerdos medioambientales o ir cerrando el estado de las autonomías.

Ese, por cierto, en el que pillaron tajada en cuanto pudieron pese a no creer en él. Y ahí es donde empezó la victoria cuyo funeral hoy celebran en el PP. Porque mientras Vox seguía exhibiendo los correajes, el Partido Popular se apresuraba a colarles en gobiernos autonómicos ofreciendo una imagen incontestable de partido con intención de gobernar a cualquier precio.

Lo de Mazón en Valencia, recuerda Gerardo, fue de traca. Le faltó tiempo para alfombrar la entrada de Vox en el gobierno ante el estupor nada disimulado de un Feijóo que dio la sensación de que se la habían colado.

Luego llegó Extremadura. A toro pasado, porque estas cosas se ven mucho mejor a toro pasado, todo hay que decirlo, es evidente que el sonoro digodiego de la señora Guardiola fue no ya la puntilla, sino la losa que enterró las posibilidades de Feijóo. Nadie o casi nadie lo vio en ese momento, pero que una dirigente política se plante de jarras y diga casi que por encima de su cadáver entrará Vox en el gobierno y termine abriéndoles la puerta, no solo es la violación de la palabra dada, sino el incontestable argumento para pensar que se quiere gobernar a cualquier precio. Aunque ese precio sea empeñar la palabra.

Y eso al personal le ha parecido feo.

Porque vale que Vox quiera moqueta aunque sea en un régimen en el que no cree, pero que una dirigente política sea capaz de alcanzarla al precio de renunciar a sus principios la contamina a ella y a todo el partido que tiene detrás.

Vox es una formación de extrema derecha que no oculta su mentalidad retrógrada. Por eso Feijóo confiaba en no tener que apoyarse en ellos para formar gobierno al mismo tiempo que su partido le abría los autonómicos. Semejante contradicción se ha mostrado imposible de digerir incluso para potenciales votantes del PP que quieren cambio. Pero no a costa de hacer vicepresidente a Abascal.

Evidentemente el PP se dio cuenta demasiado tarde. Y con la inestimable ayuda de los autonómicos en celo, la toxicidad del compañero de viaje presente y potencialmente futuro empezó a actuar frenando el esperado ascenso.

Gerardo contempla la imagen de la alegre comitiva fúnebre por las calles de una imaginaria Nueva Orleans.

Le parece que de la comitiva se desgaja un grupo. Lo pierde de vista.

No le da importancia hasta que lee a Carmen Morodo. Claro, son los tóxicos. Y se están apostando en una esquina de Bourbon Street para, agazapados, atacar a los que ha intoxicado para ver si, debilitados, le dejan el espacio que ellos han perdido en la fiesta.

Vienen tiempos agitados.