Nuevo pontífice

Tribuna
No podrán borrar la cruz de la ecuación histórica. Nadie lo ha conseguido en dos mil años
En las antiguas películas de vampiros, estas imaginarias criaturas eran la personificación de la maldad. Una maldad elegante y sofisticada adornada de una invulnerabilidad relativa. Las malignas criaturas solo eran vulnerables a cosas como las ristras de ajos, o las balas de plata. Pero sobre todo, a la presencia de la cruz, reconocida como signo salvífico por excelencia. Pero no por cualquier creencia supersticiosa. En la literatura vampírica la cruz solo era eficaz cuando era un signo del sacrificio de Cristo, bendecida y empuñada por manos sostenidas por la fe.
Puede parecer una referencia literaria extravagante. Pero la literatura, el teatro, el cine, la música o la arquitectura están absolutamente llenas de referencias y expresiones relativas a la cruz de Cristo. Y prácticamente siempre otorgándola un significado relacionado con el amor y la esperanza. También de protección contra el mal. Pero no contra el mal como cuestión filosófica o moral. La cruz era y sigue siendo la salvaguardia contra las presencias más concretas del mal. Las más carnales y directas. Las que acechan tanto en el mundo que nos rodea como en los más oscuros rincones de nuestro corazón.
Por eso España se llenó de cruces. Desde las que protegen de todo mal a los hórreos gallegos y a las masías levantinas hasta las que coronan las espadañas castellanas. Las que por doquier presiden las encrucijadas de nuestros caminos, invocando la protección del Altísimo para los viajeros. Con los brazos abiertos de par en par como signo de acogida para propios y extraños.
¿Quién puede odiar un mensaje como este? ¿Quién puede perseguir su erradicación? La potencia de este signo (que no símbolo) posiblemente puede contribuir a explicar la animadversión que suscita. Desde finales del siglo XVIII sucesivas oleadas de fanatismo anticrucífero se han sucedido en nuestros horizontes más próximos. La primera barrió Europa bajo los estandartes de la revolución francesa. Llegó a extremos tan ridículos como la implantación del irracional culto a una siniestra «Diosa Razón», sacrificialmente atendida mediante el holocausto de las guillotinas y los templos incendiados.
Luego vino Napoleón con su soberbia despectiva hacia los pueblos y sus creencias. Condujo a la destrucción y saqueo de una parte fundamental del patrimonio cultural europeo. Especialmente del religioso. Las odiosas cruces. Sin solución de continuidad vinieron las revoluciones liberales. Supusieron otras ordalías. Sus excesos se llevaron por delante personas y monumentos con un frenesí iconoclasta que para sí hubiese querido León el Isáurico. Un frenesí que llegó al paroxismo con las desamortizaciones.
Finalmente llegaron los mejores imitadores de los vampiros por su sed de sangre. Lenin, Stalin, Hitler, Mao, Plutarco Elías Calles. Entre otros. Tuvieron sus imitadores en la España de la República y la guerra civil. Intentaron barrer la cruz de la historia, porque seguía siendo un obstáculo para sus vampíricos instintos. Finalmente no consiguieron tener éxito. Porque los pueblos consideraban suyos los edificios que destruían y los mártires que provocaban.
Esta hostilidad secular retornó al final del siglo pasado. La hemos visto imponerse con pusilánime resignación. Comenzó con la Constitución. Los políticos que pretendían representarnos aceptaron la omisión en su texto de cualquier referencia expresa a Dios, la Iglesia o la tradición cristianas. Lo demás no resultó difícil. Grupos de activistas procedieron a quitar las cruces por doquier. Una forma fácil de conseguir un certificado de progresismo. Esgrimían la laicidad. Una laicidad inventada que no se encontraba en las leyes ni había sido votada. Así la cruz desapareció de aulas, hospitales o juzgados con nula oposición. Todo ello ante la indiferencia timorata de gentes como nosotros, que habían colocado otras cruces en el pecho de sus hijos y en la tumba de sus padres.
Aun así, quedaban muchas cruces. Demasiadas para sus enemigos. Unos enemigos rencorosos y decididos. Contaban con la complicidad de unos poderosos terminales mediáticos y culturales que fijaban los términos de la corrección política y la superioridad moral. El desprestigio del símbolo y de quienes los defendían era el nuevo modo de combatirlo. Y a fuer que lo hacen con inflexible y despectiva decisión. Incluyendo la promulgación de leyes que dan cobertura a sus arbitrarios proyectos. Como las de «memoria democrática».
En este proceso le ha tocado el turno al Valle de los Caídos. La gran cruz que lo preside pretendió ser un signo de perdón y reconciliación. Protege un templo, un camposanto y un monasterio llenos de serenidad y belleza. Donde se vive como siempre han vivido los benedictinos desde el siglo VI. Orando y trabajando. Promoviendo la paz y la esperanza. Era poco presentable volarla como algunos pretendían. Se ha optado por el camino de la manipulación del lenguaje, por inventar una nueva e inexistente palabra: resignificación, a la que podemos asegurar un brillante futuro. Podrá servir para dar otro uso a la catedral de Córdoba, o para reconvertir cualquier otra institución amparada por la cruz que les moleste. Incluso perseguirán que nos deseemos una Feliz Navidad. Será inútil. No podrán borrar la cruz de la ecuación histórica. Nadie lo ha conseguido en dos mil años.
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