Los puntos sobre las íes
La autocratada de Sánchez no fue un error
Una semana después no ha pedido perdón ni se ha desdicho. Moraleja: lo de la autocracia le pone
A Pedro Sánchez le podemos negar la listeza, la moralidad, indiscutiblemente la ética y, de momento y hasta nueva orden judicial, su apego a la legalidad –Begoñísima continúa imputada–. Un tipo que roba una tesis por negro interpuesto es un desahogado amén de un ser de segunda división en el orden intelectual. Un sujeto que no le dice la verdad ni al médico, que miente más que habla, conviene tenerlo a 1.500 millas de distancia. Y de su catadura da perfecta cuenta el descojonamiento del Estado perpetrado desde que irrumpió en la Presidencia del Gobierno en 2018 gracias al voto activo o pasivo de etarras, sicarios de Nicolás Maduro e independentistas de toda ralea. Pero lo que nadie le puede toser al todavía primer ministro son tres cualidades: su instinto asesino, que le lleva a no dar nunca nada por perdido, virtud que ya les gustaría para los días de fiesta a sus rivales del PP, su superlativa capacidad para escuchar y dejarse asesorar por gente más preparada que él –un signo de inteligencia en sí– y su estajanovismo. Trabaja como una mula, se prepara cualquier paso que da de manera compulsiva y los discursos los escribe o reescribe personalmente. Se me echará en cara que trabaja para hacer el mal, y no osaré negar la mayor, pero él tiene bien claro que para ser el mismísimo diablo hay que currar con la misma tenacidad que Cristiano Ronaldo hace abdominales cada mañana. Cada speech que suelta, cada enamoradísima Carta a la Ciudadanía, cada golpe de efecto, está cuidadosamente estudiado. Es un profesional de la política en el mejor y peor sentido del término. Por eso me asombra la capacidad de hacer el ridículo que, salvo honrosísimas excepciones, atesora la claque sanchista que lleva una semana dando la tabarra con que el presidente no dijo lo que dijo en el Comité Federal del Partido Socialista celebrado el sábado pasado en Ferraz. De su boca salió la frase más aterradora pronunciada por un presidente desde que recuperamos la democracia en este país: «Gobernaré con o sin el concurso del Parlamento». Ocho palabras que en boca de Vladimir Putin sonarían normales, los autócratas son así, pero que resultan impensables en un dirigente europeo, estadounidense o japonés. A ningún demócrata como Dios manda se le ocurre semejante salvajada, ni pensarla ni por supuesto escupirla, porque la arquitectura de un Estado de Derecho se basa en la férrea separación de poderes. A mayor independencia de cada uno de los poderes del Estado, mayor calidad democrática se le supone a un país. No hace falta ser el añorado Kissinger o el brillante Fukuyama para llegar a semejante conclusión. Sensu contrario, negar desde el poder Ejecutivo al legislativo o al judicial, como hace sistemáticamente nuestro protagonista, es síntoma inequívoco del oscuro túnel en el que nos quiere meter: el de una autocracia, el sistema de gobierno que arrasa en todo el mundo para desgracia de quienes amamos la libertad por encima de todas las cosas. Los voceros monclovitas, a sueldo o no, olvidan un pequeño detalle en absoluto baladí: Sánchez no improvisó, leyó su discurso, y teniendo en cuenta su obsesión por la perfección cabe colegir más allá de toda duda razonable que no representó un lapsus. Quería decir lo que dijo y por eso lo dijo y perdón por la aliteración. De haber metido la pata, un demócrata de pro rectificaría supersónicamente para evitar que le tomen por un Erdogan de la vida. Una semana después no ha pedido perdón ni se ha desdicho. Moraleja: lo de la autocracia le pone. Y mucho.
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