Letras líquidas

Bill Murray se pasea por el Congreso

España se erige en su entorno en adalid de la protección lingüística y ahora se amaga con ir más allá

Cuenta Sergio del Molino que las lenguas españolas han llegado estupendas al siglo XXI. Atribuye a «una rareza» patria buscar la legitimidad de las instituciones e incluso de la organización política en el pasado. Razón, desde luego, no le falta. Basta repasar las denominaciones de parlamentos y otros organismos para apreciar la tendencia idiosincrática por la nostalgia. Y, según desarrolla el autor en «La España vacía» (que no vaciada), ese apego a la tradición estaría detrás del estado en que se encuentran las lenguas en España en comparación con lo que ocurre en otros países: ni rastro del provenzal, del bretón o del galés. Idiomas olvidados en el fluir de los tiempos. España se erige en su entorno en adalid de la protección lingüística y ahora se amaga con ir más allá.

Dice la Constitución en su artículo 3 que «el castellano es la lengua española oficial del Estado», que «las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos» y añade que «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección». Y en este marco nos hemos movido con mayor o menor éxito (pensemos, por ejemplo, en las batallas judiciales en Cataluña por la enseñanza en castellano). Pero es justo ahora, cuando el nacionalismo/independentismo ve reforzada su posición negociadora, el momento en el que surge la propuesta de llevar el catalán, el vasco, el gallego y el euskera al Congreso. A priori, nada que objetar. Dada la tensión que suele rodear todos los asuntos identitarios uno se ve en la necesidad de aclarar, siempre, el respeto absoluto a todas las lenguas y a quienes las hablan. Por supuesto. Sin estar en contra de la medida en términos absolutos, sí hay algunas cuestiones que merecen una reflexión para centrar el debate.

La primera, obvia, es la oportunidad. La propuesta llega en el marco de una negociación dura para lograr una investidura: el interés puro por la protección del legado lingüístico se tambalea en cuanto choca con los intercambios partidistas. La segunda cuestión, nada despreciable, es una mezcla entre el sentido común y la propia esencia de las lenguas. Si las consideramos herramientas de comunicación, destinadas a facilitar el entendimiento, supera lo absurdo abocarlas a ser barreras y condenarnos a lentas, farragosas y burocráticas traducciones. Nadie entendería, ni aquí ni en Europa, que dos diputados que hablan la misma lengua dialoguen con un pinganillo de por medio. Y nadie lo entendería, porque no se entiende. Lost in Translation.