Quisicosas

Brujas

Al inquisidor Salazar se le debe la batalla para hurtar a la justicia civil –muchísimo más cruenta– la caza de brujas, para evitar el peligro de que acabasen en hoguera

Cuando se quiere detener a una bruja o brujo conviene escrutar antes si presenta en el cuerpo marcas del demonio, las llamadas «sigillum diabolli». Para ello se desnudará enteramente al candidato y se le escrutará la piel, desde el cuero cabelludo a las zonas inguinales, el cielo de la boca e incluso el ojete. Lo explica Elvira Roca Barea en su nueva y genial producción, «Las brujas y el inquisidor», de Espasa, que recrea la figura histórica del inquisidor Alonso de Salazar. En Zugarramurdi y en el resto de la Navarra histórica, el Gran Cabrón presidía aquelarres nocturnos donde los niños hacían de monaguillos y las brujas se ayuntaban carnalmente, volaban y pastoreaban rebaños de sapos.

Lo bueno de leer a Roca Barea es que no se aparta una de la realidad de la Historia, aunque esta vez sea novela la fórmula que la autora del exitoso ensayo «Imperiofobia y leyenda negra» elige. La filóloga y doctora contribuye a aclararnos que la brujería no fue fenómeno medieval, sino que crepitó al calor de las guerras de religión, entre los siglos XV y XVII, con auge entre 1550 y 1650, de modo que Umberto Eco y otros «adelantan» el fenómeno por licencia literaria, pero contribuyen a sembrar la confusión. La brujería fue una acusación de ida y vuelta entre protestantes y católicos que floreció mejor donde arraigaron el luteranismo o el calvinismo. Es falso que en España se quemaran más brujas o que la Inquisición española encendiese más hogueras.

Zugarramurdi es el episodio español más famoso y oculta en realidad la rivalidad con Francia por el dominio de Navarra. Salazar es comisionado para investigar los sucesos y armado de sentido común bucea en un magma de ignorancia aldeana hasta establecer y diagnosticar una histeria colectiva. Estamos a principios del siglo XVII y con ello la Inquisición española se adelanta un siglo a los modernos criterios que después despejaron el mito de la brujería pero, como siempre, la leyenda negra tapó lo ocurrido.

Roca Barea escribe muy bien, con un estilo arcaizante pero transparente, lleno de ironía y buen humor, que recrea perfectamente la época, hasta en las curiosas recetas de platillos como la cabeza de ternera asada o la suntuosa salsa hecha con caldo de gallina colado, almendras tostadas, higadillos de pollo asados, azúcar, canela y zumo de limón.

Al inquisidor Salazar se le debe la batalla para hurtar a la justicia civil –muchísimo más cruenta– la caza de brujas, para evitar el peligro de que acabasen en hoguera. Paradójicamente, el hombre acabó después desprestigiado, en particular por Moratín, como Caro Baroja denunció. El Premio Primavera de Espasa pone las cosas en su sitio.