Tribuna

Caravaggio y la poética del equívoco

Lo que no imaginaban es que una vieja obra de arte como esa, nacida del terror de un humano ante su muerte, evocaría cuatro siglos más tarde, «por error», nuestro moderno miedo a la inteligencia artificial.

Ayer clausuré tres días de intensas conversaciones sobre misterios del arte con dos de nuestros mejores escritores contemporáneos. Los premios Planeta Javier Moro y Juan Eslava Galán viajaron a Zamora para reunirse con medio centenar de lectores, a puerta cerrada, con los que han compartido tertulia, confidencias y visitas al románico de la ciudad. Sabíamos que el asunto que nos había reunido era inabarcable. Hablamos de la antiquísima necesidad humana de crear arte, de la sacralización -a veces sonrojante- de ciertas obras convertidas en reliquias, pero también de su moderna utilización profana y política. Incluso nos detuvimos en piezas en las que, a veces, los ojos del siglo XXI ven cosas que sus creadores ni imaginaron. Mis archivos están llenos de libros y artículos dedicados a estelas griegas en las que alguien reconoce un teléfono móvil, un estegosaurio en los relieves de los templos de Angkor, o incluso un platillo volante en lo que claramente es el sombrero bermellón de un obispo renacentista. El arte se muestra entonces como puro equívoco. Y eso es parte de su grandeza. Las intenciones del artista se desdibujan con el paso del tiempo pero, a la vez, nuestra visión contaminada de presentismo actualiza su mensaje y sigue dándonos que pensar.

Paseando por Zamora recordé que, meses atrás, había anotado en mis cuadernos la última de esas rarezas. Fue durante un breve viaje a la concatedral de La Valeta. El gran templo maltés resultó todo un hallazgo. Austero por fuera, su interior es de una fastuosidad desbordante. Mármoles y dorados abruman al viajero mientras se desliza, mudo de asombro, sobre un suelo pavimentado con las lujosas tumbas de los caballeros de Malta. Una de sus capillas es el pequeño «museo del Prado» de la isla. Cobija dos Caravaggios que son un raro tesoro si se tiene en cuenta la escasa producción de ese pintor. El primero es un retrato de San Jerónimo en oración que parece irradiar luz propia. El otro es una escena dramática, de cinco metros de largo, en la que un verdugo se afana en cortar el cuello a un hombre que, según me explicaron, tiene el rostro del propio Caravaggio. Cuando me fijé mejor en él descubrí algo que, al principio, tomé por un error de restauración: bajo la cabeza sangrante de san Juan -porque ese, la decapitación del Bautista, es el tema del lienzo-, pude leer con claridad «F MicheIA»…

«¿IA?» «¿Inteligencia Artificial?»

Sacudí la cabeza, incrédulo. No podía ser. La pintura estaba fechada en 1608. Las letras, sin embargo, eran claras y estaban trazadas a dedo sobre el suelo sucio de un callejón imaginario. «La F es objeto de debate desde hace tiempo», se afana en explicar el guía, ajeno a mi sorpresa. «Algunos creen que es una abreviatura de Fray y era la forma que tuvo Caravaggio de reivindicar que había sido aceptado en la Orden de Malta. Otros, sencillamente, creen que significa Fecit, ‘hecho por’».

Por supuesto, no me atreví a preguntarle por la IA, pero me divirtió que hubiera un equívoco así inscrito en el cuadro más famoso del archipiélago. Su caligrafía era irregular. Agónica. Y enseguida supe que se trata de la única firma existente de Michelangelo Meresi, el nombre secular de Caravaggio.

Tras la visita reuní decenas de reseñas sobre el lienzo. Pintado para el santuario mayor de la Orden de Malta, la escena lleva cuatro siglos colgada en la misma pared. Caravaggio, hombre temperamental, con un historial delictivo a sus espaldas que incluía un muerto y un bando capitale de busca y captura contra él, lo concluyó con solo 36 años. Los expertos sospechan que fue el pago por la hospitalidad que le brindó la Orden en 1607. De hecho, su gran maestre Alof de Wignacourt lo protegió de la justicia romana, lo nombró «caballero de gracia» sin ser de noble cuna, pero también lo expulsó de la isla solo catorce meses después de su llegada y justo dos días antes de que el lienzo fuera presentado a la feligresía. Nadie sabe todavía qué hizo para merecer tanto honor y tanto repudio en tan poco tiempo.

Hoy se acepta que La decapitación de san Juan Bautista es el mayor de los cuadros que Caravaggio pintó jamás, aunque no fue el único con cabezas cortadas de su trayectoria. Medusas, un Holofernes sangrando por el cuello como res en el matadero o sus Goliats caídos en desgracia, completan casi un tercio de las cincuenta obras indubitadas que conservamos del maestro del claroscuro. De los cinco lienzos suyos que tenemos en España, tres presentan cabezas separadas de sus cuerpos. Aquello, pues, fue su obsesión. Quizá, su forma de conjurar el miedo profundo que tenía a ser ejecutado. Un terror que desarrolló en Roma, cuando fue sentenciado a muerte, y cuya pena debía de haber pagado -no lo hizo- con su cabeza colgando de una pica en el Castillo de Sant’Angelo.

Moro y Eslava Galán comprendieron enseguida que llenara un cuaderno con semejantes cábalas. Saben, como lo sé yo, que el equívoco, el miedo y lo desconocido son fuentes fecundas para la creatividad humana. Lo que no imaginaban es que una vieja obra de arte como esa, nacida del terror de un humano ante su muerte, evocaría cuatro siglos más tarde, «por error», nuestro moderno miedo a la inteligencia artificial. Ésa que, como a san Juan, nos amenaza ahora también con dejarnos sin cabeza.

Pura poesía.