José Antonio Álvarez Gundín
A propósito de Camps
Salvo uno, que ha entonado la palinodia con elegancia y puntualidad, ningún periodista de los muchos que masacraron por tierra, mar y aire a Francisco Camps ha reconocido, siquiera en un breve, su error, sus injustas acusaciones o su despiadada persecución. Muchos de ellos forzaron, más allá de lo éticamente admisible, las pruebas policiales, mutilaron el sumario sin escrúpulos y ocultaron los elementos exculpatorios. Barra libre para demoler al presidente valenciano, sin atenerse a la presunción de inocencia, a las garantías procesales o en el respeto a la intimidad. Los dos principales periódicos nacionales, en inédita alianza, le dedicaron durante cuatro años decenas de portadas, cientos de páginas y campanudos editoriales a cuenta de los trajes. Radios y televisiones de diverso pelaje completaron la cadena alimenticia y de la presa apenas si dejaron unos huesos mondos y lirondos. Un furor de Inquisición se apoderó cada mañana del quiosco.
Pero Camps era inocente. Hasta tres veces ha sido absuelto por la misma causa. Será muy difícil, sin embargo, que le sean restituidas su honorabilidad pisoteada y su dignidad herida. A la absolución judicial no le ha seguido el perdón social. Ni siquiera el periodismo justiciero ha tenido a bien concederle el indulto. Todo un síntoma de la enfermedad que aqueja a nuestra profesión y que ha provocado el hundimiento de su prestigio, como revelan las encuestas. La credibilidad se nos va a chorros y los ciudadanos nos estabulan en los rediles de la sospecha y la servidumbre. No estaría de más que las facultades de Periodismo estudiaran este caso como ejemplo de lo que no se debe hacer. Y tampoco sería ocioso que la última lección del curso llevara por título «Cómo pedir perdón cuando se ha condenado injustamente». Puede que a partir de ahí la profesión periodística recupere también su inocencia original, rescate la confianza de la sociedad y salgamos de la crisis de identidad en la que deambulamos extraviados y zombis. No hay atajos en el combate contra la corrupción, que a todos nos concierne, sino el camino de la Ley y el proceder conforme a los principios éticos profesionales. Pero dudo que nadie haya sacado las conclusiones adecuadas del «caso Camps» y que se haya propuesto no incurrir en los mismos errores a propósito de los numerosos escádalos de corrupción que investigan los jueces. Informar no es condenar. Desvelar lo oculto no es prejuzgar. Relatar los hechos no es sentenciar. El periodista debe empuñar la antorcha para alumbrar, no para encender la hoguera.
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