José Luis Alvite

Abdicación

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Ahora se habla mucho de la abdicación del Rey y se hace en un tono como de conveniencia, pensando tal vez en que su renuncia al trono serviría para reponer el prestigio supuestamente perdido por La Corona, una institución que parece haber entrado en sus horas más bajas. A mí las abdicaciones me gustaron siempre como gestos polvorientos e históricos que solían ocurrir en el lecho en el que agonizaba el monarca rodeado de una corte de conspiradores y de adeptos, con la cámara en rigurosa y premonitoria penumbra funeral y un pintor trazando al fondo de la estancia el boceto de una escena lúgubre en la que, si hubiese sonido, escucharíamos con arqueológica demora el rezo de los frailes, el hervor de las lavativas, y a lo lejos, en los campos mustios y trillados, el ladrido colegiado y necrológico de los mastines. No es el caso de Don Juan Carlos, que renquea a pie y por lo visto sólo necesita unos cuantos retoques que con un poco de asepsia y buena voluntad podrían hacérsele casi con las herramientas del garaje. No nos engañemos. La Corona ha perdido prestigio, pero muchos de quienes sugieren la abdicación de Su Majestad no lo hacen pensando en que le suceda el Príncipe de Asturias, sino contando con la posibilidad de que cualquier carambola circunstancial permita que a Don Juan Carlos le continúe en el trono el presidente de la III República. Personalmente me gustaría ver como rey a Don Felipe, sobre todo pensando en que por su edad no conviene esperar demasiado, por si ocurriese que se le echasen los años encima y por culpa de su avanzada edad fuese coronado el mismo día de su abdicación. A mí es que Don Felipe y Doña Letizia me caen bien. Y me gustaría verlos en La Zarzuela antes de que a alguien se le pase por la cabeza que Don Juan Carlos abdique en Jaime Peñafiel.