José Luis Requero

Aborto: la ley posible

Aunque LA RAZÓN ha dado cuenta de las claves de la reforma de la ley del aborto, hay que insistir en el gran paso que supone la derogación de la ley de 2010. Primero, porque entierra el mito de que la legislación abortista es irreversible y, segundo, porque se entierra una ley basada en una de las mayores aberraciones conocidas: que una madre que acaba con la vida del hijo que espera ejerce un derecho.

Hay otros aspectos no menos relevantes, por ejemplo, que la ley contemple la maternidad como un valor, que el Estado proteja la vida del no nacido, que no puedan publicitarse los «servicios» de las clínicas de exterminio, que se garantice el derecho a la objeción de conciencia del personal sanitario o que al eliminarse el aborto eugenésico se reconozca que un ser humano con deficiencias tiene derecho a vivir. A propósito del aborto eugenésico, habría que recordar cuántos médicos lo han aconsejado en estos años abortar ante la mera hipótesis de una malformación del feto y cuántas madres han optado por seguir con el embarazo dando a luz a un hijo sano.

La aún vigente ley de 2010 tenía dos objetivos. Ante todo, legalizar el fraude instaurado desde 1985 y que ha costado la vida a más de un millón de seres humanos; en segundo lugar, satisfacer un postulado ideológico. Es tributaria de esa bandera del feminismo radical que es la ideología de género, una sibilina coartada machista que exime al hombre de toda responsabilidad, garantiza a las clínicas un buen negocio, y todo a costa de la mujer, lastrada de por vida por el trauma de abortar. Y encima se le vende la especie de que ha ejercicio un derecho. Hay que saludar, por tanto, la reforma, lo que no excluye plantearse una incógnita y un desafío.

La incógnita es obvia. Volver al sistema de 1985 y basar la reforma en la doctrina del Tribunal Constitucional es arriesgado. Con esa ley hemos vivido instalados durante estos años en un gran fraude que ha convertido a España en centro del turismo abortivo, en palabras del Consejo de Estado. Habrá que recordar que se mantiene la indicación terapéutica, esto es, que el embarazo sea un peligro para la salud de la madre y bajo este supuesto y, en concreto, al amparo del riesgo psicológico, se han practicado cerca del 90% de los abortos en estos años y es ahí donde ha estado el fraude.

Hay que recordar que hace meses el presidente de la Asociación de Clínicas Acreditadas para la Interrupción del embarazo, Santiago Barambio, consideraba «aparentemente más razonable» que el Gobierno optase por volver a la ley de 1985 y no por una norma «más retrógrada», aunque aquella ley «generaba inseguridad jurídica» tanto a mujeres como a profesionales sanitarios. Que la patronal del negocio del aborto salude así a la reforma genera alarma; lo que tranquilizaría sería que se indignase porque atisbase su ruina. La cuestión es, por tanto, sencilla: ¿se volverá al fraude, a la trampa?, ¿el régimen de asesoramiento será disuasorio?, ¿y los dictámenes médicos independientes serán eficaces?, ¿volveremos a la paradoja de que con la legislación más restrictiva éramos ese centro de turismo abortivo?.

Y el desafío no es pequeño. Las leyes educan o deseducan y no es lo mismo que la ley diga que el aborto es un derecho a que diga que es un delito exceptuado de pena en ciertos casos. Aun así el problema de base está en la mentalidad instalada en la sociedad y en la manera de entender la sexualidad. Ahí se abre un panorama donde está todo por reconstruir, señal de una grave afección moral colectiva que una ley, por sí sola, no arregla; es más, siguen intactas otras muestras de la mentalidad abortistas, como es todo lo que rodea a las técnicas de reproducción humana asistida.

La reforma podría ser mejor y más valiente, desde luego, pero una vez más nos movemos en el terreno del mal menor. Ahora bien, conociendo las dificultades que ha habido para sacarla adelante y que el PP en estos temas no difiere mucho de la mentalidad social reinante, bien puede considerarse como un éxito. Quizás sea la ley posible.