Cristina López Schlichting

Alimentos milagrosos

La Razón
La RazónLa Razón

Acabo de leer un decálogo para la vida sana en vacaciones: deporte, sueño justo, comidas ordenadas y tal. Creía que el verano era el tiempo sin decálogos. No digo yo que haya que anegarse en cerveza y colesterol, ni fumar droga, pero una forma de descansar es prescindir de las normas. Leer sin tasa y a horas intempestivas, mirar los lagartos y los pájaros el tiempo que te dé gusto, mantener conversaciones banales con los vecinos y, encima, con complacencia y demora. Hay cosas que sólo acontecen en verano, por ejemplo los despertares en silencio, cuando amaneces antes que el resto del pueblito y te cuelgas de la baranda y miras el paisaje todavía un poco húmedo. O las comidas raras: «Venga, abrimos una lata de mejillones y nos comemos el melón». O las moragas en la playa. O ir a las capitales vestido de campo y sentirte turista, en medio de los pocos que aún llevan zapato y corbata. O ensimismarte con un gorrión que ha subido a tu mesa y no se atreve a comerse las patatas fritas y ve cómo un rival lo hace y finalmente saca pecho y se enfrenta a él y termina subido al cuenco mismo de los aperitivos, picoteando las patatas delante de tu sonrisa boba. O ponerse crema por las piernas y percibir las piernas, oiga, que el resto del año parece que una encerase las escaleras, de lo lejos y ajena que siente (o no siente) la propia piel. O mirar despacio una dorada y contemplar sus escamas y sus ojos y sus brillos y esos matices de plata y oro antes de asarla.

Decálogos. Menuda «tontá». Listas que luego cambian de año en año. ¿Se acuerdan de cuando el aceite de oliva era malo malísimo, que había que comprar girasol o aceite de maíz, que el de oliva te atoraba las arterias y era la muerte en vida? O lo de las sardinas. Que el pescado azul era veneno, que había que tomar pescado blanco. Los más jóvenes no creerán lo que escribo, pero tengo 52 y ha pasado: lo peor eran el atún, el salmón, las sardinas. No había que tocarlos, había que comer gallos, lenguados, pescadilla. Las indicaciones médicas de moda constituyen un misterio. Yo, que he tenido tres hijos, he ido acostándolos en posiciones distintas porque hubo tres modas al respecto: boca abajo –para que no se atragantasen–, boca arriba –para que no se ahogasen– y finalmente, de lado. Han dado vueltas como una croqueta y a mí me ha dado vueltas la cabeza, que ya no sabía si en decúbito supino o prono. De niña me regañaban porque no me ponía las zapatillas, ahora las actrices y los deportistas corren descalzos por las calles y parece que es divino para la columna vertebral, aunque te salgan callos como coliflores.

A riesgo de incumplir los cánones e incurrir en la ira de todos los cardiólogos y flebólogos y otorrinolaringólogos, me niego a cumplir decálogos. Vacar es declarar desiertos los decálogos.