José Luis Alvite
Aquellos días afrutados
Al final, la vida de un hombre se reduce a amontonar los recuerdos y tener a mano el teléfono de las ambulancias. El resto son ilusiones pasajeras, planes que no cuajaron y la suerte inmensa de hacer tres comidas al día. Uno se hace mayor y comprende que cada mañana al despertar le espera otro esfuerzo fuera de su alcance, un café que destruye la leche y ese periódico local en el que en cualquier momento será noticia su propio cierre. Hay que rendirse a la evidencia y seguir adelante como se pueda, conscientes de que las posibilidades de que surja una buena noticia no son en absoluto mayores que las de encontrar sangre en las heces. En la vida de un hombre llega un momento en el que se da cuenta de que aquellas cosas que aún le tolera la conciencia ya no se las permite el cuerpo y que hasta podría ocurrir que –por extenuación, por rutina o por desidia– le sobrevenga un bostezo en la mitad de un beso, como recuerdo que le ocurrió a una amiga mía que cumplidos los cincuenta años descubrió que en su declive emocional se daban juntos la resignación y la esperanza, la ganas de leer y la presbicia, y que en el momento de mayor placer sexual se le mezclaban el orgasmo y la llorera. Una madrugada de copas le dije: «No hagas planes y vive cada instante. Los días del ansia de comer dejarán paso a los días en los que habremos de conformarnos con la suerte de no vomitar. No hay otra manera de entender la vida, amiga. Nos quedará el recuerdo de cuando en Navidad nos sentábamos lejos de la cabecera de la mesa, de aquellos días dominicales y afrutados en los que había playas a las que ni siquiera había llegado aún la geografía, aquel tiempo indulgente y bautismal en el que incluso la muerte se perdía camino del cementerio». (Al admirable Andrés Aberasturi)
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