Francisco Nieva

Aristófanes

Aún está en el aire si se vuelve a representar en el teatro Romano de Mérida mi versión libre de «La paz», de Aristófanes. La primera comedia griega que se representó en el magno coliseo romano. Antes sólo fueron tragedias, inaugurado por una traducción de Unamuno de la Medea de Séneca e interpretada por Margarita Xirgu y Enrique Borrás, grandes actores del momento.

Unamuno. Yo creía, de chico, que un amuno representaba y era uno más de la especie o casta de los amunos, que influían más o menos negativamente en la sociedad de los humanos. - «Siempre estáis diciendo: ¡Cosas de un amuno! ¿Cuántos son los amunos que hay por el mundo, y si son verdaderamente peligrosos?»

Mi padre, que entonces ocupaba un puesto oficial de la República, se ocupó mucho de aquel evento. Y supervisando a distancia quiénes entraban con su invitación correspondiente, le preguntó al recepcionista: - «¿Por qué se te han colado esos cinco individuos sin presentar invitación alguna?». - «Perdone usted, don Francisco. Les he dejado pasar porque han dicho que son archipiélagos». - «Pues no son archipiélagos sino unos frescos. Consúltame antes a quién dejas pasar». Ésta es la anécdota más graciosa que recuerdo del acontecimiento. Y, por supuesto, me sentí muy honrado de aquel encargo de versionar «La paz».

Aristófanes despertó mi pasión desde muy joven. En las traducciones que yo podía manejar, siendo todavía un niño, todos los pasajes escabrosos, cuando no obscenos, venían en latín, y yo me perdía hojeando el diccionario latino, tratando de adivinar su sentido con malsana y pecaminosa curiosidad.

Cuando, más tarde, pude valorar la importancia del dramaturgo, me quedé admirado, deslumbrado por su audacia vanguardista y su originalidad incomparable. Nada había de parecido en el teatro más moderno, contando con el «Ubú roi», de Alfred Jarry. Comenzaba escandalosamente mencionando una palabra tabú durante dos milenios, como poco, después de Aristófanes: La palabra... MIERDA profusamente repetida al principio de la comedia. Pues el argumento se basa en la leyenda de que un escarabajo pelotero se desplegó en vuelo hasta llegar al Olimpo, morada de los Dioses. El viñador Trigeo ha encontrado un enorme escarabajo, en el que pretende subir al Olimpo, pidiendo gracia para los griegos del común, dolidos, apenados y sacrificados por la guerra con Troya; y al que trata y regala espléndidamente, nada menos que con bien amasadas tortas de mierda, que sus esclavos van recogiendo por los aledaños. Lo que da pábulo a escenas tan originales como hilarantes. ¿Quién pone en duda aquí la originalidad premonitoria del gran cómico heleno? Grecia ha sido la lámpara que ha iluminado toda la cultura europea y occidental. Y Aristófanes supera cuanto de nuevo y original se ha dado en ella. Es el único poeta cómico del que han perdurado enteros sus textos, prueba de la importancia y magnitud de su ingenio, la importancia universal de su obra.

El estreno de «La paz» en Mérida fue un éxito inesperado, todo un acontecimiento, bien subrayado por la crítica, que no pudo ser más elogiosa. Mas para nosotros, sus intérpretes, estuvo llena de indecisión y angustia. Carlos Lemos, el intérprete principal, se mareaba y trabucaba en la barcaza de la grúa que lo elevaba sobre los espectadores, figurando el monstruoso coleóptero. Además, atrapó la gripe y el doctor le prohibió actuar. Como llevaba máscara, se le sustituyó por el avisado y apuesto partiquino que hacía el papel del dios Hermes. Y, por fortuna, aceptó este papel Manuel Gallardo, un primerísimo actor, que no atrapó la gripe, pero sí el partiquino en cuestión. Enfermo y todo, se presentó cinco minutos antes de comenzar y dijo que se atrevía con el papel, demostrando luego una asombrosa capacidad de mímesis, adoptando los mismos gestos y actitudes de Lemos.

Pero durante 24 horas todos vivimos con el corazón en un puño, previendo la cancelación y el fracaso de nuestros esfuerzos. Fue todo lo contrario, pero lo vivimos como una enfermedad general, de la que nos sentíamos unos convalecientes, porque fue como recibir un palizón de emociones y sobresaltos, de lo peor que se puede sufrir en el teatro. Ni los muchos aplausos me harían olvidar aquella angustiosa epopeya de «La paz» en Mérida. Mi profesión comporta estos riesgos, que nos vuelven más duros y recalcitrantes con el tiempo. Algo duro y fatal, que seguramente ignoran esos muchos frescos que se cuelan en las funciones diciendo que son archipiélagos.