Historia

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Arrastrando piedras

La Razón
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El arrastre de piedras es una de esas tradiciones vascas que parece que nos remiten a la ancestral sociedad rural sobre la que se fundamenta en buena medida el universo nacionalista. En ella todos son iguales, aunque algunos destacan por sus virtudes, principalmente por la fuerza que demuestran al conducir sus yuntas por la pista de cantos rodados sobre la que se deslizan las enormes rocas de las que tiran agónicamente. Esas piedras pesan lo suyo, siempre más de una tonelada; y hay algunas que alcanzan un valor mítico, como la Guernica, que llega a los 4.500 kilos, o la de Berriatúa, que con sus 5.250 kilos no se ha logrado mover desde el año 1950.

Recuerdo haber visto algunas pruebas de arrastre en la época de mi adolescencia, cuando estos concursos formaban parte de las fiestas patronales. Los bueyes eran enormes y los dos ganaderos que los conducían –uno guiando a la yunta y el otro empujando la piedra– también. El esfuerzo que se desplegaba era colosal y, a veces, uno no sabía si quienes más tiraban de aquella mole poliédrica eran las bestias o los hombres. Por cierto que ha habido ocasiones en las que han sido sólo estos últimos los convocados al arrastre, como, por ejemplo, este verano en el Arenal de Bilbao, donde siete forzudos lograron recorrer casi setenta metros tirando de la piedra de Munguía que pesa 4.300 kilos. Naturalmente, como con casi todo en el País Vasco, las apuestas se cruzaron entre los asistentes al espectáculo.

Sin embargo, el arrastre ya no es lo que era. La trampa y el engaño se han introducido en esta tantas veces admirada demostración de poder, de la mano del dopaje de los animales. Desde hace ya veinte años se controla el uso de sustancias prohibidas, aunque no siempre con éxito como demuestran los reiterados fallecimientos de bueyes en competición: «sofocación y agotamiento extremo, disnea, ataxia y temblores musculares que condujeron a una muerte agónica», señala uno de los informes disponibles al respecto. No es difícil adivinar en estos acontecimientos una alegoría de la trayectoria del nacionalismo, pues también han pasado dos décadas desde que, de la mano de Ibarretxe y con el concurso de ETA, los jeltzales se adentraran en el sendero del independentismo. Y lo hicieron con fraude y mentira, presentando como democrático un proyecto político de naturaleza totalitaria que encerraba un enorme riesgo potencial para la mayoría de la población vascongada. Fracasaron y tuvieron que emprender el camino de vuelta, no sin antes dejar en la cuneta a los principales responsables de aquel desvarío. La sociedad les recompensó por ello tras haber pasado por el purgatorio de la pérdida del poder. Quizás ahora, cuando contemplamos en Cataluña el mismo delirio –eso sí, agigantado hasta llegar al hecho de la ruptura institucional–, aquella experiencia vasca pueda ser útil para restaurar el orden democrático. Pero no se engañen, pues para que tal ocurra habrá que arrastrar la pesada piedra con igual o mayor firmeza que entonces.